Me siento, abrocho el cinturón, ajusto los retrovisores: arrancamos. Salgo de casa, «motorino» a la derecha, un joven luce «cuerpazo» de gimnasio y enorme tatuaje a pecho descubierto. La chica que va de «paquete» luce bronceado perfecto, en mini biquini azul eléctrico. Ambos llevan, eso sí, una escupidera con broche a modo de casco. Todo muy apropiado para un viaje en moto.
Entro en carretera y una moto de gran cilindrada me adelanta a gran velocidad, sin que haya podido intuirla. El que sí la ha visto, y muy de cerca, es el conductor de la furgoneta del otro carril, que ahora le increpa a grito desesperado.
Dos «motorinos» me adelantan por la derecha, circulando por el carril bici. El coche que iba a salir por una intersección tiene que dar marcha atrás para evitar a los turistas, que sin duda tienen gran prisa para llegar a la cola para entrar en Ses Illetes.
De frente un todo terreno de alquiler descapotable, a excepción del conductor, el resto de ocupantes van de pie, sacando medio cuerpo del chasis. Hay que contemplar el paisaje con atención. Llego a la zona del mirador. Una treintena de motos se apelotonan en los inexistentes margenes de la estrecha carretera. Tres jóvenes se hacen un «selfie» subidos a un pino con la isla a sus espaldas. Están a unos tres metros del suelo.
Mi velocidad es reducida. Conozco el lugar y es zona de alto riesgo. De repente una señora aparece de la nada y cruza la carretera con enormes zancadas. A sus pies tiene toda una isla para fotografiar y es urgente que lo capte su objetivo. El frenazo deja olor a goma quemada.
Sube un «motorino». Ambos ocupantes observan el paisaje deleitándose con unos perfumados cigarrillos, que sobre la moto saben mucho mejor. Si cree que exagero, venga a Formentera y conduzca.
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