Por la vía rápida en el Partido Conservador y en diferido como primer ministro del Reino Unido, la caída de Boris Johnson pone a los pies de los analistas españoles dos fértiles sugerencias. Una se refiere a la arrogancia de los dirigentes políticos pillados en falta. Otra suscita cierta envidia porque lo ocurrido en aquel país sea inimaginable en España a la vista de nuestro sistema de partidos.
Por no ir más lejos, de la memoria reciente surgen las figuras de Cristina Cifuentes, Mónica Oltra o el caso abierto de Laura Borrás (el hecho de que sean mujeres es casual, ojo con los juicios de intención) que, al igual que hace Johnson, recurren a teorías conspirativas para acabar explicando al mundo que la culpa siempre es de otros.
El fuego amigo de Cifuentes, la conjura ultraderechista de Oltra, el Estado represor de Borrás, responden al mismo esquema autodefensivo utilizado por Johnson cuando endosa al «borreguismo» de los diputados británicos, incluidos los conservadores, que son los suyos, el alineamiento en una supuesta conjura para terminar con la carrera política del ex periodista que introdujo el virus populista en la política británica.
La envidia respecto a un sistema donde los parlamentarios se deben a sus electores y no al aparato organizativo, alude a la imposibilidad de que en España, llegado el caso, prosperase un estado de opinión crítico con la dirección oficial del partido.
¿Se imaginan que el grupo parlamentario socialista plantease una moción de censura a Sánchez por consentir que un gobierno socialista aparezca en una norma legal como prolongación del franquismo?
Vuelvo a Johnson. Genio y figura de un populista de manual. El que lleva cosidos a su figura dos de los rasgos que caracterizan esta patología de las democracias liberales. Uno es el adanismo, la arrogancia del personaje que viene a explicarnos, por fin, el camino de perfección (desde Trump a Jansa, pasando por Iglesias Turrión). Otro, el personalismo, invencible tendencia a tomar decisiones por el artículo 33, el de su real gana.
En el caso del mandatario británico caído en desgracia por frívolo y mentiroso, su última tentación personalista ha sido seguir como primer ministro en funciones hasta que su partido encuentre un sucesor para el número 10 de Downing Street. Qué disparate. Cómo si la delicada situación de Gran Bretaña, agobiada por el empobrecimiento general a causa de la inflación (superior a la de España, ojo) y la situación de la frontera entre la europea Irlanda y la británica Irlanda del Norte pudiera estar al albur de decisiones interinas.
Por eso creo que la moción de censura que van a plantear los diputados laboristas tendrá el apoyo de suficientes conservadores para declarar el «game over» de este atrabiliario personaje.
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