Recuerdo el primer teléfono móvil que vi. Era el que usaba Quico, el encargado del camión escenario del Súper 1 de la Ser con el que hacíamos gira por los pueblos de la costa a principios de los 90. Era una especie de maletín enorme, que pesaba horrores, casi nunca tenía cobertura y se escuchaba fatal.
La tecnología ha cambiado y ahora los teléfonos sirven para todo, incluso para hablar por teléfono, que es para lo que menos los utilizamos.
Les pusieron una cámara y los usábamos para inmortalizar cualquier momento y después las redes sociales servían para subir una tortilla de patatas, los pies desnudos en la playa o un álbum completo de las vacaciones.Cualquier cosa vale para conseguir un selfie súper guay que poder subir al Instagram para provocar la envidia del personal.
La semana pasada una tortuga intentó desovar en la playa de Migjorn de Formentera y lo primero con lo que se encontró fue con un reportero frustrado de la National Geographic, que móvil en mano grabó el momento para compartir el vídeo.
El año pasado sucedió lo mismo con el agravante de la nocturnidad que hizo que otro turista encendiese el flash para que el reportaje fuese de premio. A la tortuga pareció no hacerle mucha gracia convertirse en la protagonista de un documental de la puesta de huevos mediterránea y se piró. Está claro que las tortugas no tienen cuenta en Instagram.
Deberíamos reflexionar sobre lo que somos capaces de hacer con un móvil en la mano y sobre el derecho a la intimidad, de animales varios, incluyendo a los humanoides peludos.
No somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos y de que además todo lo que subimos a la red, queda allí para siempre y no hay forma de borrarlo.
Cuidadín con los móviles, que los carga el diablo.
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