Aveces me pongo intensa y siento la necesidad de enviar a mis sobrinos, a falta de hijos, las cartas metafóricas al pasado que no puedo remitirme a mí misma, para recomendarles que atesoren sus propios recuerdos bonitos; esos que van a custodiar toda la vida. En esas misivas les insto a que los mimen y los valoren, porque su aroma los acompañará para siempre. Espero ser protagonista o al menos secundaria de algunos de ellos.
En esos instantes en los que les hablo, les agradezco su atención e, incluso, su interés, mientras escuchan nuestras historias de juegos infantiles en los que mi hermano me aupaba para que consiguiese encestar al menos una canasta en las canchas del barrio o cuando mi hermana y yo nos grabábamos cantando al amparo de su guitarra. Les relato cada uno de los instantes capturados que almaceno calentitos en la despensa de mi alma; esos en los que nuestro abuelo hacía magia sacándonos monedas de cinco duros de las orejas o aquellos particulares caramelos de Hellin; el instante en el que mi tía Conchita nos regaló los estuches de pinturas más maravillosos de la historia o aquel paraguas amarillo que se abría automáticamente y combinaba con mis botas de agua. En ese espacio duermen mi Barbie periodista, con su maletín y su máquina de escribir preparada para dar vida a artículos de opinión como este o mi bicicleta roja con ruedines.
Tal vez esos recuerdos bonitos huelan tan bien porque no son demasiados. Nacieron en una época en la que los niños teníamos menos cosas y la mitad eran heredadas, y puede que por eso su música sea más intensa, como la que sonaba en aquel walkman rojo donde escuché cientos de cintas grabadas de Los 40 Principales y que fue uno de los regalos estrella de mi comunión. Allí se encuentran también las imágenes de mi hermano sosteniéndonos mientras nos encaramábamos a un árbol para recoger hojas de morera con las que alimentar a nuestros gusanos de seda; esa Nochebuena en la que mis tíos de Gerona nos trajeron a cada sobrino unos juegos que nunca habíamos visto y que nos tuvieron a todos engatusados frente a la chimenea o aquella vez en la que mis primos lanzaron una bomba fétida en mitad de una copiosa degustación de una premonitoria «olla podrida». Creo que mis hermanos son los protagonistas absolutos de los recuerdos más bonitos de mi historia y por eso es importante que sus hijos, los que continuarán sus gestas, entiendan que ese vínculo es lo más valioso y certero que tendrán nunca. (Mamá, al final conseguiste que tu mensaje calara: «Los mejores amigos que tendrás nunca, son tus hermanos»).
Pero muchos de mis recuerdos bonitos tienen también otros nombres y otra sangre; como los que evoco con mis amigas de la infancia en aquellos días donde unos patines eran el mejor vehículo del mundo y las bolitas de queso el manjar perfecto para degustar entre caída y caída. Los primeros amores, las mariposas en la tripa o los aprobados por los pelos también se me enredan en esta madeja de historias tiernas.
Recuerdos; recuerdos bonitos de los primeros viajes en familia, de nuestra tienda de campaña, de sus olores, de sus desayunos, de las luciérnagas, de esas piscinas tan cloradas que te dejaban los ojos rojos o de las canciones en el coche. Pero no todos son del pasado, recientemente hemos seguido construyendo historias para almacenar juntos; en cada Navidad, en las Bodas de Oro de mis padres, en el viaje que hicimos hace poco a la Sierra de Madrid.
Puede que, en vez de una carta al pasado, sea conveniente no dejar de escribir nunca nuestra propia historia, esa en la que el amor, la familia y los recuerdos bonitos prevalecen y donde todos, escritor, protagonistas y lectores, damos vida a una gran sonrisa.
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