Los humanos necesitamos límites y retos. Como todas las especies estamos abocados a la extinción, pero mientras ésta llega somos mucho de «hablamos después de fiestas» o «lo miramos cuando acabe la temporada».
Muchos de esos límites vienen marcados por los cambios cronológicos, como el fin de año. Esa noche en la que parece mágico que un segundo después de la última campanada iniciamos una nueva vida, dejando atrás todo lo malo. Es por ello por lo que ponemos en nuestra mesa las mejores viandas, como si no hubiese un mañana y brindamos con la más selecta bodega, al tiempo que aplicamos rituales como lo del oro en el cava o la ropa interior roja.
Lástima que la ciencia se encargue de romper esa presunta magia del cambio de año. Lo que entendemos por año es el tiempo que tarda nuestro planeta en darle la vuelta al sol y en ese sentido los astros no son tan exactos como un reloj suizo. En el sistema solar todo cambia y mientras la tierra se mueve alrededor del sol en elipsis se encuentra, por ejemplo, con la acción gravitatoria de otros planetas, como Júpiter, y éstas nunca son exactas.
Es por eso que los científicos no se ponen de acuerdo con la duración exacta de un año, que está entre los 365,2563 y los 365,2596. Esto lo arregló el papa Gregorio XIII , cuando en 1582 instauró el calendario al que puso su nombre, frente al calendario juliano que instauró Julio César en el 46 a. C. Gregorio como hombre práctico, determinó que los años duraban 365 días con todos sus minutos y segundos y para ajustar cuentas, cada cuatro años, un bisiesto, con un día de propina.
Ya me sabe mal, pero el viernes a las 00,00 no fue exactamente el cambio de año astronómico. Eso sí, los deseos y los buenos propósitos valen igualmente.
Feliz Año Nuevo.
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