No sé qué nos pasa a los zurdos, que cada vez que atisbamos que otra persona pertenece, como nosotros, al lado siniestro de la vida, nos embriaga una empatía superlativa que se traduce en la imperiosa necesidad de tener que compartirlo.
No importa si se trata de un cliente holandés en una reunión seria y encorsetada, de un camarero mientras te toma la comanda o de una persona que viaja a tu lado en un avión trazando en su libreta un garabato, hay un hilo conductor intangible que nos obliga a bailar palabras de camaradería en cualquier situación, como si de aquellos zapatos mágicos que obligaban a su poseedora a danzar sin remedio se tratase.
Y es que vivir en un mundo creado para diestros, fingiendo normalidad, une tanto que es imposible no difundir lo que es nuestro día a día sorteando acciones cotidianas en el mundo al revés. Después llegan los comentarios de ascensor típicos de quienes blandimos la mano izquierda para cualquier cosa, como que somos más listos, la mala letra que tenemos o lo difícil que lo tuvimos en nuestra juventud a la hora de hacer exámenes eternos en aquellas sillas donde el apoyo estaba a la derecha.
Parecíamos auténticos contorsionistas en los pupitres o intentando no destrozar los recortables de la infancia. Los robos de las porciones de pan, de los vasos o los choques efímeros al compartir mesa y vino, las guitarras que no conseguíamos rasgar, o los primeros sujetadores a los que tuvimos que acostumbrarnos, siguen esa estela de historias comunes.
Los pomos de las puertas y las cerraduras, las palancas de cambios de los coches, los ratones del ordenador o los botones de la ropa nos obligan a enfrentarnos cada día a retos que el 80 % de la población no ve y dicen que nuestra esperanza de vida es una década inferior a la del resto, precisamente por el incremento estadístico que tenemos de sufrir cualquier tipo de accidente.
En mi caso colecciono plumas, aunque escribir con ellas sea una gesta y deba tener especial cuidado para evitar que la tinta se corra. De hecho, la mayoría de las personas que han acudido a las firmas de mi libro se fijan, más que en el contenido, en la cuartilla que debo colocar para evitar llevarme las dedicatorias con el puño, o en que trazo la rúbrica con la derecha y garabateo mi nombre con la izquierda, ya no recuerdo ni por qué motivo.
Los países en los que predominamos menos son España, donde menos de un 9 % escapamos a las garras de las monjas empeñadas en convertirnos en “personas normales” para evitar ser secuaces del diablo, como me decían de niña, mientras que en la India, en Japón y en China ni siquiera el 5 % de su población ha tenido la libertad de escoger su lado dominante.
La realidad es que, hasta hace muy poco, en la mayoría de las culturas y de las religiones usar la izquierda como mano o pierna principal se consideraba una enfermedad o una patología y era motivo de discriminación. Personalmente sufrí en mis carnes el acoso de una docente en el colegio de monjas en donde, en vez de enseñarme a escribir, decidió que era más importante invertir mis letras acarreándome graves problemas de integración y de concentración que tardé años en comprender y asumir.
Aunque si ser zurda hace 40 años era un problema, imagínense durante la dictadura, cuando ataban a los niños la mano izquierda a la espalda para impedir su uso o golpeaban a los alumnos si les sorprendía cometiendo la vil tropelía de hacer una suma que, para ellos, en nuestro caso, solo restaba.
En esencia, hoy me he cruzado con tres zurdos con los que me he reído asumiendo que ni es verdad que lo nuestro sea una disfunción ni tampoco, a nuestro pesar, que gocemos de mayor inteligencia. Simplemente, en nuestro particular país siniestro, la creatividad tiende a iluminar las sombras de lo oscuro e incorrecto.
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