Seamos justos: nadie tiene la culpa del tremendo desastre que está causando el virus en nuestro país y en nuestra autonomía. Aquí, la primera razón de todo esto es un chino que se comió un murciélago, o un pangolín o, si son mal pensados, que se dejó la puerta abierta del laboratorio. En resumen, que el culpable no está por aquí. Tal vez nosotros no lo hicimos todo bien; tal vez debimos de haber cerrado las fronteras; probablemente igual hubiéramos tenido que impedir que los italianos de aquel famoso crucero se pasearan por Palma como si nada; en una de esas debimos de haber tenido protocolos que sirvieran para algo más que decorar una estantería; puede ser que nos hubiera ido mejor con otras estrategias, incluso si consultáramos a algún científico de verdad habríamos dado en algún clavo, y mil cosas más en cuyo debate llevamos ya un año perdiendo el tiempo. Pero da igual, agua pasada no mueve molinos.

El balance final de todo esto tendrá dos vertientes: la sanitaria y la económica. En la primera, es imposible devolverle la vida a las víctimas; es imposible compensar el sufrimiento de sus descendientes, amigos y conocidos. Es lamentable, pero ¿qué se podría hacer? En la segunda, nos queda un fenomenal agujero económico: nuestra sociedad ha perdido lo que no está escrito.

De manera que para el verano, después de que nos hayamos vacunado y cuando la epidemia remita, haremos una liquidación de estos doce meses y nos encontraremos con mucho sufrimiento de un lado y, por otro, con una factura descomunal, increíble.

En una sociedad justa, las cargas derivadas de un accidente no provocado, ante el que todos somos inocentes, se deberían repartir equitativamente. A todos nos debería de corresponder una parte de esta factura. El precio se debería pagar de esa forma que, en una cena de amigos, llamaríamos ‘a escote'. Esto es lo que tendría que ocurrir en una sociedad que se precie de ser justa. No sería razonable que la deuda le caiga al pobre que estaba sentado justo donde el camarero dejó la cuenta; no es lógico que los demás miremos para otro lado porque esto es un problema de todos.

Sin embargo, un año después del inicio de la catástrofe, tengo la impresión de que en España y en Baleares, en este país cuyos gobernantes no caben en sí de tan solidarios, justos, equitativos y nobles que son, la factura está rodando de una manera que amenaza con que va a caer sobre la mitad de la población mientras que la otra mitad se va a ir como si nada.

A día de hoy, prácticamente todos los empleados de las empresas del sector privado están sufriendo tremendas penurias económicas, más notables en Baleares que en otros lugares, pero manifiestas en todos lados. Una minoría está viendo que sus empresas no les van a subir el salario; una mayoría, que encima se considera afortunada, lleva un año en ERTE, cobrando incluso hasta la cuarta parte del salario previo; otros, que cada día son más, están ya en el paro, porque sus empresas no han podido aguantar más, porque eran autónomos o simplemente porque no hay ingresos. Sus empresarios están todos con el agua al cuello, atónitos, incapaces de creer lo que ven. De haber tenido la osadía de hacer una inversión en 2018 o 19, hoy estarán acosados por sus bancos que buscan un dinero que no tienen ni pueden conseguir, amenazando catástrofe.

En cambio, la otra mitad de la sociedad, los empleados públicos y los políticos, todos, sin exclusiones, siguen percibiendo exactamente las mismas retribuciones que tenían en febrero de 2020. Ninguno ha hecho el más mínimo gesto solidario. Los que están en la ruina tienen que seguir pagando los impuestos para que los que viven del erario público puedan seguir como hasta ahora, como siempre. No encontrarán diferencia alguna entre nacionalistas y constitucionalistas, entre capitalistas y socialistas, entre antisistema y ortodoxos: aquí lo único sistemático es mirar para otro lado. Es como si nos estuvieran diciendo: «¿Os pilló mal el golpe? ¡Qué pena! Esto en nuestra sociedad va así: si te pilla mal, te jodes. Haberos hecho funcionario o político y no os pasaría esto. ¿O es que os habíais creído lo de sociedad inclusiva?».

Encima, en plena pandemia, estuvieron discutiendo si, por encima de los salarios de unos sesenta mil euros que cobran, iban o no a percibir veintidós mil más por la vivienda, porque para ellos, una vivienda vale veintidós mil euros anuales.

No por eso vamos a dejar de escuchar discursos sobre la igualdad día sí, día también. Que por cara no va a quedar.