Encontrarse con Kiki Lagier-Turzi siempre era motivo de alegría, genio y fascinación. Al salirse del molde y desplegar una potente personalidad, se encontraba en casa en la Ibiza elegante, último mito de los sueños de Occidente y Shangri-La de almas descarriadas.
Kiki sabía mirar directamente a los ojos y, según el esprit o picardía de la conversación, lucía una sonrisa misteriosa y giocondesca o soltaba una carcajada digna de una capitán pirata en Port Royal. Se la distinguía enseguida, como a un ave exótica que ha conocido y recuerda un paraíso donde rige el encanto; también como una pantera púrpura capaz de destrozar de un zarpazo a los tibios (era todo un carácter) o mimar y defender a los artistas que quería.
Kiki sabía ser fuerte y femenina, siempre con un estilo deslumbrante. En el carnaval ibicenco, al menos hasta la llegada del rebaño electrónico de balido único o las vulgares hornadas que confunden lujo con dinero, la elegancia era algo natural y el único baremo para entrar en una fiesta eran la personalidad y la belleza. Y Kiki destacaba sin esfuerzo.
«En Ibiza, la alegría de vivir me permite dejar marchar mi imaginación con una paz profunda», decía. Aunque esa paz a veces era como la calma que precede a la tormenta y Kiki, en magnífico espectáculo, podía dar rienda suelta a una cólera homérica –que duraba lo justo- cuando observaba algo que no le gustaba. Eran como unas explosiones vestidas de alta costura y unas notas de Rimsky Korsakov.
Todo un personaje, un ser de otro planeta donde no rige el más bajo denominador común que los igualitarios de hoy pretenden poner de moda.
Querida Kiki, brindo por ti.
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