Hay que proteger mejor el campo pitiuso y mimar a los payeses, que en medio del éxito turístico y la metamorfosis social de los últimos cincuenta años son actualmente una especie en extinción. Gracias a los románticos que han preferido continuar un modo de vida ancestral —que solo desprecian los horteras o los esclavos comerciales de marcas sin alma—, en Ibiza y Formentera continuamos saboreando un producto local fabuloso.
La huerta y la pesca locales llevan a las mesas manjares con personalidad, muy alejados de las franquicias internacionales que estandarizan la falta de gusto. Ayudan nuestras cocineras amigas de los platos fastuosos, brujas blancas y luminosas tan alabadas por ese genial gastrónomo que fue Néstor Luján.
Por eso tienen tanto éxito entre nativos y adoptados forasters los locales que ofrecen los frutos pitiusos con recetas tradicionales. Como acostumbran a ser oasis sin cursiladas ni música de supermercado, no son sitios de moda donde lo único fresco es el hígado que te sacan con la cuenta.
El producto local y de temporada es un auténtico lujo y signo de personalidad. Cuando viajas te gusta probar los vinos y los platos de allá dónde vas, y a menudo valoras la cultura de los diferentes pueblos por su felicidad en la mesa.
Es fundamental ayudar más al campo responsable de la sabrosa cultura pitiusa y mostrarlo a los conversos urbanitas. Así la civilizada sobremesa se extiende entre aromas y copas que ahuyentan el soso pensamiento único, favoreciendo el arte de la conversación con gentes de opiniones diversas. Un maravilloso antídoto contra el sectarismo a que pretenden condenarnos los patanes políticos.
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