Con la llegada del frío y las lluvias torrenciales uno ya sabe que el mejor remedio, como hace miles de años, es la sagrada conjunción de amante, chimenea y piel de oso. Sin embargo con la pandemia, la tragedia humana y la propaganda del terror, han devenido unas medidas antisociales (algunas de sentido común y proporcionadas, otras tan histéricas como hipócritas) que apoyan la pesadilla totalitarista de transformarnos en onanistas cibernéticos de calefacción por aire y manta sintética.
Una metamorfosis aberrante que niega tanto el espíritu como la sensualidad y pretende igualarnos domésticamente en la granja del siglo XXI. Pero ya lo señaló Orwell: siempre los habrá más iguales que otros. Y además, el espíritu sopla donde quiere. Especialmente entre las criaturas indomables.
Tengo algunos amigos esquizofrénicos que me aseguran haber mejorado mucho con el encierro, que sus problemas les parecían menos importantes en medio de la distopía general; en cambio otros, aparentemente cuerdos, han visto como las restricciones han puesto en tremendo riesgo su salud mental.
Negocio quiere decir negación del ocio. Y de eso ha habido un exceso formidable en estos tiempos de retiro forzoso. El gran beneficiario ha sido el universo cibernético, que ha utilizado el virus como ventosa para los que no pueden tragar una realidad tan agresiva. De ahí al recreo nanotecnólogo y su mundo aséptico hay ahora un paso más pequeño, favorecido por una situación que algunos juzgan como un ensayo maquiavélico, un plan bélico de Fu Manchú y hasta como una nueva plaga bíblica.
La tormenta arrecia. ¿Dónde está mi piel de oso?
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