Mientras rememoraba los pecadillos de la noche pasada, una dama estupenda comenzó a hablarme de la encíclica del Papa Francisco. A veces el camino de los excesos lleva al palacio de la sabiduría, como sabía el mago William Blake. Y así empezó una interesante conversación metafísica entre las brumas de una de las resacas más monstruosas de la última década. Fue a la hora del desayuno: huevos fritos con sobrasada y una jarra de bloody mary triple de todo excepto la dosis normal de tomate.
De pronto brotó la ética universal de todas las culturas en cualquier tiempo, el amor a la vida, la responsabilidad individual (hoy en claro desuso a cualquier nivel) y el gozoso libre albedrío que sazona nuestra existencia.
El jefe de la terrible secta de los hassassini (fumadores de hachís y asesinos por encargo) se marcó una frase tremenda: Nada es verdad, todo está permitido. Y a veces semeja en el teatro del mundo que domina tal filosofía predadora y nihilista. Pero en medio de la vorágine vital (un milagro diario y nocturno) te encuentras con apariciones divinas en las formas más imprevistas, que te abren los ojos y conectan con la íntima naturaleza (materia viene de mater, madre) y recovecos del espíritu, allá donde el alma prueba la existencia de Dios.
¿Llegamos a alguna conclusión? Largo me lo fiáis, pero siempre son estimulantes este tipo de charlas. Ser ya es una dicha por encima del tener. Algo que no pueden comprender los puritanos calvinistas, los negadores del espíritu o los plebeyos emuladores de la codicia de Gordon Gekko. Actúa con honor, ayuda en el sendero de la vida y recuerda el gozo de la espontaneidad para mantenerte radiante.
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