El pintor y aventurero vital Santiago Rusiñol, después de retozar sin prisa ni pausa, dijo a su amante catalana de turno: “Me voy a por tabaco”. Salió a la calle a por unos buenos puros, sí, pero no paró en las Ramblas sino que se vino hasta Ibiza, isla que siempre ha sido sinónimo de escapada.
Aquí ejerció de pirata arqueológico y pudo llevarse varios tesoros pitiusos a su casa de Sitges (la mejor colección privada de arte púnico del mundo). Rusiñol comparaba la investigación arqueológica a la búsqueda de la suerte por el jugador. Y peregrinaba después a la taberna La Bohemia, un lugar de fama canalla por esa particular Sodoma y Gomorra que legendariamente ha sido Sa Penya.
Nada que ver con la cívica actitud del último hallazgo de un ánfora para guardar vino, en perfecto estado de conservación, cerca de la playa de Salinas; una estupenda casualidad protagonizada por el profesor Albert Prats.
Los arqueólogos están sorprendidos por el lugar del hallazgo. Yo quiero pensar que una familia ibicenca de hace dos mil años se fue a bañar a la playa –las buenas costumbres no cambian tanto—y querían brindar por el cachondo y benéfico dios Bes. Tal vez se pusieron un tanto piripis y olvidaran el ánfora, o quizás la dejaron como ofrenda pagana en una noche lunática.
Las ánforas ibicencas eran muy valoradas en la antigüedad por su fama de repeler los venenos. Y las viñas fueron traídas por los cartagineses, quienes tenían más cuidado que los modernos agrónomos que importan olivos con serpientes en sus raíces.
Pese a los fanfarrones de la sobriedad, en Ibiza se ama el vino y siempre se ha bebido alegremente.
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