Nos lo han dicho por activa y por pasiva: no quieren que les llamemos héroes sino que les proveamos de capas protectoras contra el COVID-19. Agradecen nuestros aplausos, pero exigen las mascarillas, gafas, guantes y material homologado que les rinda la ovación que se merecen, mientras contradicen a los que afirman que no es necesario hacer test a toda la población para controlar esta maldita pandemia, recordándoles que es la única forma de atajarla.
Ellos, que no tienen poderes mágicos, han sido capaces de estar en varios sitios a la vez para salvar vidas, de intubar a pacientes aunque su especialidad fuese otra y de hacer jornadas maratonianas para reducir los números de despedidas. Han llorado, se han contagiado y han clamado al cielo para que esta pesadilla termine, mientras nuestros gobiernos les enviaban tarde y mal material defectuoso en lotes racionalizados como en la postguerra. Esos mismos que ahora se golpean el pecho asegurando que con su eficiencia han logrado doblegar la curva.
Llevaban años denunciando recortes en Sanidad, sufriendo listas de espera inadmisibles y compatibilizando consultas privadas y públicas para llegar a fin de mes. No nos cuentan todo lo que saben ni todo lo que han visto, en muchos casos por miedo a posibles represalias y en otros por no revivirlo. Hasta que todo el personal sanitario sepa si está contagiado o no seguiremos dando palos de ciego, y médicos, enfermeras, celadores, auxiliares o personal de limpieza, nos recuerdan que siguen yendo cada día a trabajar «como si fuesen al matadero», sin saber si les pillará el bicho, y con el miedo y la moral por los suelos.
Natalia, en IFEMA, regresando a su casa con las lágrimas cosidas por dentro y evitando tocar a los suyos, Gema, confinada tras haber contagiado a toda su familia, o Luis, ataviado con sus propias mascarillas y bolsas de basura porque para los últimos de la lista, para los invisibles, esos que limpian o que apoyan a los de primera línea de trinchera, no llegan otras medidas.
No son los únicos. También tienen el don de la incorporeidad reponedores, cajeros, repartidores, barrenderos o farmacéuticos (recuerden que uso el genérico masculino que marca la norma de la gramática castellana, porque a estas alturas de la película me niego a caer en la demagogia de quienes consideran más importante cambiar el lenguaje que a las personas). Son quienes nos están «salvando» también cada día, porque con su trabajo nos permiten confinarnos en casa, y se merecen nuestro respeto manteniendo las medidas de seguridad impuestas, saliendo a la calle cumpliendo siempre las normas y no exponiéndoles gratuitamente.
Cuando de pequeña me preguntaban qué superpoder querría tener si pudiese escoger solo uno, siempre elegía la invisibilidad. Así podría colarme en sitios prohibidos, saber las preguntas de los exámenes y desaparecer cuando quisiera. La cultura nos permite conocer mucho más que palabras, nos hace entender cada arista de sus definiciones. Por eso hoy yo no solo aplaudo a todos los trabajadores invisibles, sino que les proveo activamente de material para que estén protegidos, en primera línea, desde Ibiza Contigo, y, además, les prometo que nunca olvidaré su valía, su esfuerzo y su generosidad: la de todos ellos. Espero que ustedes tampoco.
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