La Navidad es tiempo de milagros y alegra los espíritus, que animan –aunque sea por contagio—hasta al más cínico bolas triste. A ritmo de villancico y copa en mano (spirit, espirituoso, son traducciones, ¡paradojas de la historia dipsómana!, del árabe alcohol), paseaba por el mercadillo que está llenando de ilusión a San Antonio. Una indómita valquiria a mi lado se atrevía a beber un glügwein (vino caliente especiado) y, si llegan a pinchar un vals, hubiera creído que nuestro pueblo marinero era una aldea austríaca de sonrisas y lágrimas, y el retador Uc, una especie de grito airelelleu del Tirol.
En las casetas, graciosamente adornadas, se ofrecen bocatas de entraña, sabrosas costillas, pescaíto frito y calamares, hamburguesas del Pennsyvalnia, suvenires navideños…, y, en lo que al principio, cual beduino del desierto, juzgué como un espejismo, encuentro a mi querido sátiro de Benimussa, Vicent de Kantaun, transformado en un duende nadal abriendo docenas de ostras con la pericia de una marisquera gallega. ¡Menudo trip!
Entre las casetas hay unos bancos de madera donde se sienta quién quiere y comparte charla con otros comensales, gente de todas las edades y hasta vagabundos que olvidan su soledad en medio de la animación chispeante. ¡Esto sí que es comunicación real, y no asépticas redes sociales!
El mercadillo acaba de inaugurarse y está siendo todo un éxito, sacando al pueblo de sus casas como caracoles al sol, deseosos de calor humano, reír y cambiar la imagen de pueblo fantasma en invierno. Y como todas las buenas ideas, funciona espontáneamente.
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