Opinión/Manu Gon
¿Cómo se lo explico a mi hijo Aitor?
Rober, mi padre y uno de mis mejores amigos, trabajó intensamente desde que era un niño. Fue botones, estudió por las noches y a base de inteligencia, curro y esfuerzo acabó siendo un gran arquitecto técnico del que todo el mundo allá por donde había trabajado tenía buenas palabras. Era un tipo excepcional y no sólo porque lo diga yo, que soy su hijo, sino por la huella que dejó antes de fallecer hace algo más de un año. Un tipo genial que en sus últimos años convivió con la incertidumbre de ser el responsable de un estudio de arquitectura en Madrid donde, entre otras cosas, el personal no cobraba si no llegaba el dinero que les debían las administraciones. Él y su equipo se dejaban las horas y la salud por entregar los trabajos a tiempo y en perfectas condiciones para luego esperar. Y después, aunque no se cobraba, él seguía yendo puntualmente al trabajo sin importarle su pie hinchado por el ácido úrico y el estrés.
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