La vida es como un plato de natillas envenenadas: a veces es empalagosa, otras delicada y deliciosa, en ocasiones evocadora y cuajada de recuerdos, pero al final se muestra peligrosa y mortal. Eso debió pensar el hombre al que su mujer intentó envenenar en 2018 con este delicioso postre que declinó comerse porque «le sabía raro». Puestas a ejecutar la jugada, esta «dulce» esposa, a quien la Audiencia de Lleida acaba de condenar a tres años de prisión por intento de homicidio, debería haber aromatizado con un buen puñado de «frijoles tonka» su letal receta, cuyo sabor habría sido tan delicioso que su plan no hubiese fallado. De hecho esta especie de judías negras y arrugadas, semillas de un árbol gigante de la selva amazónica, son uno de los condimentos ilegales más caros del mundo y dicen, quienes las han probado, que su aroma a hierba recién cortada, mezclada con vainilla, regaliz, caramelo, clavo y magnolia es tan potente que quien las degusta no las olvida, sobre todo aquellos que se pasan con la cantidad recomendada y cursan un viaje literal al otro mundo.
Mientras leía esta noticia me planteé dos cosas: cuánto nos gustan a los españoles los sucesos, y de qué manera leemos con especial interés historias espeluznantes como esta y qué frágiles somos las personas, a las que se nos puede matar con unas simples natillas. No obstante, regresé a la crónica y olvidé mis disertaciones privadas.
Todo ocurrió en un pueblo llamado Mollerussa, cuyo nombre ya nos traslada a un lugar lejano y oscuro. Pongan voz de Gloria Serra y lean en alto los siguientes párrafos: La mujer al no poder «darle matarile» a su marido, puesto que este detectó el amargor de los medicamentos que había mezclado entre galletas, leche, canela y vainilla, trazó una nueva intriga. Acaramelada, le propuso darse un baño relajante con una botellita de cava de la tierra, pero la escena que se produciría después no tuvo nada de placentera, al contrario, desencadenó en la noche más estresante y peligrosa de su vida. Y es que, cuando el hombre se dispuso a salir de la bañera, ella le empujó y le golpeó con la botella en la cabeza.
La suerte estuvo una vez más de su lado y, a pesar de la macabra «caricia» de su parienta, consiguió escaparse y esconderse en una de las habitaciones de la casa. Mientras el jabón le corría por los muslos, escuchó cómo ella removía los cajones de la cocina buscando, presumiblemente, un cuchillo con el que terminar la noche menos romántica de su historia. Pero al final la historia tuvo un final feliz, la esposa fue detenida y hoy descansa en una celda.
Fíjense cómo son las cosas: aunque la acusación particular pedía 8 años de prisión para la mujer, la Audiencia le ha aplicado el atenuante de reparación del daño al haber abonado a su marido 5.000 euros por las «molestias», y solo cumplirá dos años entre rejas, puesto que uno ya lo ha pasado en preventiva. El sistema judicial español premia reconocer la culpa, como si eso hiciese menores los delitos, y tiene en cuenta los informes de los psicólogos si estos avalan que se sufre alguna alteración mental de la personalidad, aunque en el momento de los hechos quede constancia de que esta no mermaba sus facultades. En esencia, que en nuestro país sale muy barato dar puerta, o botella, o natillas a nuestros maridos, mujeres o enemigos acérrimos, si entonamos el «mea culpa» y afirmamos que vemos gigantes cuando miramos molinos.
La vida es como unas natillas envenenadas. Por eso, tengan mucho cuidado a partir de ahora cuando les ofrezcan este manjar. Yo, por mi parte, y entiendan la metáfora, seguiré tirando de mi intolerancia a la lactosa para prevenir despedidas incómodas.
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