Es curiosa la metamorfosis que ha sufrido Amancio Ortega estos días, quien ha pasado de ser uno de los mayores filántropos de nuestro país a convertirse, ante algunos ojos, en todo un licántropo. Su transformación de humano a lobo parece propia de un cuento, después de que algunos políticos hayan querido usar su figura con fines electoralistas, acusándole de tener los ojos, las orejas o los dientes demasiado grandes, o de defraudar al erario público, sin nada que lo demuestre.
Si contrastamos esta información, no encontraremos ninguna sentencia o informe que avale dichas acusaciones, mientras que sí sabemos que las fauces de este empresario se abrieron en 2018 para aportar 1.693 millones de euros en impuestos y que desde 2014 esta cifra ha superado los 11.000 euros.
Su delito ha sido crear una línea de ayudas, vigente desde 2015 y hasta 2021, de 310 millones de euros para equipamientos oncológicos en hospitales de toda España, incluido el de Ibiza. Se trata de 300 mamógrafos, TAC, resonancias magnéticas o aceleradores de partículas, destinados a renovar máquinas obsoletas que en el 40 por ciento de los casos superan la década.
El cainismo de quienes califican dichas aportaciones de «limosna de millonario» es esperpéntico, ya que demuestra el orgullo patrio tan hidalgo de quienes rechazan la ayuda ajena para no reconocer la sombra de su hambre. El argumento que esgrimen es que nuestro particular filántropo, o licántropo, según su mirada, «escoge con soberbia qué material es preciso y dónde» y que los hospitales «deben adquirirlo previamente, tras haberse presentado a un concurso, para que estas partidas les sean devueltas». Una fórmula común y utilizada siempre en el marco de cualquier sistema de ayudas o donaciones, por otro lado.
Que este tipo de aportaciones desgraven y generen beneficios fiscales a quienes las ejecutan no debería restar valor al hecho de que mejoran la vida de quienes las reciben, porque aquí, cuando hablamos de prevenir el cáncer o de combatirlo, «lo cortés no quita lo valiente» y toda ayuda es poca. A todos nos gustaría que nuestro sistema de salud público no tuviese necesidades de ningún tipo, ni listas de espera, y que contase con lo último en tecnología y con un número de facultativos adecuado al ratio poblacional. Pero resulta que aquí, en la vida real, siguen haciendo falta manos y cualquier contribución es bienvenida.
De hecho, en nuestras islas existe un importante número de asociaciones contra el cáncer que recaudan cada día dinero para mejorar la calidad de vida de quienes padecen esta devastadora enfermedad. Con su labor desinteresada, mejoran las unidades de quimioterapia, renuevan la flota de paliativos o a sufragan los tratamientos de linfedema, como es el caso de Ibiza y Formentera Contra el Cáncer. ¿Son también limosnas? ¿Es mejor que muchas mujeres que han sufrido una mastectomía sigan llorando de dolor por una enfermedad que la Seguridad Social reconoce, pero no paliaría sin esta financiación? ¿Y el caso de la Asociación Elena Torres por la Investigación para la Detección Precoz Contra el Cáncer, que recauda fondos para lograr que el cáncer sea una enfermedad del pasado, debería dejar de existir porque esa función debería asumirla un gobierno que cada año invierte menos en I+D?
Ya que nos ponemos en plan rancio y criticamos con tanta inquina a quienes hacen algo por cambiar las cosas, les diré que ojalá tuviésemos 1.000 filántropos más ayudando a salvar unas vidas y a mejorar otras, y que esos lobos rabiosos, a los que apelaba el poeta Ovidio, pueden seguir aullando si quieren, porque los bien nacidos seremos siempre agradecidos y llamaremos a las personas por su nombre, sin ladridos.
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