Fue una hazaña firmada por España, con Juan Sebastián Elcano, padre de grandísimos marinos vascongados. Magallanes poseía el sueño y el Reino de Portugal, con sus inmensos navegantes, no le hizo caso. Por eso se vino a España, donde quijotescamente se daba en esa época mecenazgo a las grandes aventuras: la búsqueda de El Dorado, La Fuente de la Eterna Juventud, el Amazonas como río que bañaba el paraíso: “Santa María, cuánta belleza”, exclamó Alvar Núñez Cabeza de Vaca al divisar la cataratas de Iguazú, con sus tiernas e indómitas indias que abrazaban a esos soñadores venidos de las tierras de Iberia, de España y Portugal, tierras hermanas que coinciden en su milagro mestizo y descubridor de un Nuevo Mundo.
Magallanes se hizo español para perseguir su quimera. Como Cristóbal Colón, desconfiaba de los hombres en tierra firme y se ahogaba entre la burrocracia de los mastuerzos que se burlan de los poetas. Pero persistió en su emoción hasta ser muerto por unos flechazos en una guerra civil allá por islas del Sur pacífico. Y Elcano continuó su travesía con sangre, sudor y lágrimas; y pudo culminar el sueño del intrépido portugués-
¿Qué más da la reciente disputa entre ratones de ministerio? Solo pretendían enturbiar la gesta de unos gigantes que en el siglo XVI cambiaron la concepción del mundo, redondo como la teta de la diosa.
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