Para el viajero Herodoto la Historia es algo así como una concatenación de guerras provocadas por una serie alternada de secuestros de mujeres demasiado atractivas. Los fenicios dieron principio a la contienda (tal es la versión helénica, claro) al secuestra a Ío; los griegos se vengaron con el rapto de la nívea Europa; luego los troyanos se llevaron a Helena y ahí se inicia el pollo homérico de la Ilíada . Pero Herodoto nos da una clave entre tanto cachondeo histórico cuando afirma: “Era evidente que esas mujeres no habrían sido secuestradas si no lo hubieran deseado”. Tal vez por eso su lector clásico, Horacio, llegó a sentenciar que “desde siempre, el coño ha sido causa horrenda de guerra”.
Entre Afrodita y Ares –el amor y la guerra—, me quedo con Afrodita. Al menos tales conflictos deben su origen a esa flecha del éxtasis que cabalga en el aire. La conquista del Nuevo Mundo fue un formidable encuentro sensual entre unas razas que jamás se sospecharon, aunque pudieron soñarse. Y de ahí salió un glorioso mestizaje (en España llevaban ya setecientos años encamándose moros, judíos y cristianos) que es realmente único en la Edad Moderna. ¿O es que piensan que los puritanos anglocabrones, con su concepto de los nativos como razas inferiores, se mezclaban alegremente en el catre? No; escribían cartas a desconocidas de Brighton para que acudieran a desposarles y se encerraban en sus clubes mientras las indias, con su paso imperial, con su danza tántrica de gozosas apsaras, les juzgaban como bárbaros industrializados.
Si Hernán Cortés pudo conquistar México fue gracias al amor de la Malinche.
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