En plena dinastía T´ang, época dorada de excelsos poetas, la emperatriz Wu Chao obligaba a todo dignatario masculino que la visitaba a lavarse la boca con agua de rosas y practicarla un cunnilingus.
Los cortesanos debían esmerarse lo suyo para que sus peticiones fueran atendidas y ni aún así era una garantía, que la política china siempre ha sido astuta y taimada, con oscilaciones entre el sol y la sombra del yin y el yang.
No sé porque me he despertado con tal recuerdo de un pasado sensual en tierras del enigmático Oriente, pero me pregunto ¿han tratado ustedes con la administración pitiusa, sus múltiples ayuntamientos y consells? Ni los chinos ni los gallegos son tan especialistas en tirar pelotas fuera como los fenicios ibicencos que se dedican a la cosa púbica (perdón, sigo pensando en la emperatriz, quiero decir pública), en marear la perdiz en una jungla de competencias y esconder la cabeza cual avestruz cuando toca asumir responsabilidades.
Con razón este verano se da un clamor general contra los defectuosos emisarios que precisan urgentemente de una inversión millonaria y efectiva, porque son insalubres y ofrecen una imagen putrefacta, porque son la primera amenaza contra la posidonia y la mar y no distinguen en contagiar su hedor y cierto barniz de mierda tanto al antiestético megayate de un traficante de armas, la relamida lancha de un dentista o el gracioso llaud de un pescador.
Aquí no tendría que haber diferencias políticas. Únanse y apliquen soluciones, echen mano de la polémica ecotasa y rujan a Peter Schz en Moncloa (cuando no esté volando, claro) porque la cosa es grave.
¿Qué hay que hacer para que hagan caso? Lo del cunnilingus me parece excesivo, aunque sea del todo relativo.
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