Manadas de violadores libres en las calles y niños encerrados en jaulas. Las páginas de los periódicos son, estos días, una paradoja. Una antítesis cruel que nos abofetea con verdades de un mundo que parece de mentira y en el que la justicia no hace honor a su nombre, sesgando libertades con una guadaña anacrónica donde las víctimas son señaladas con el dedo y obligadas a vivir con el miedo cosido a las tripas, mientras el ruido de palabras que no dicen nada nos ensordece.

Ella, que fue violada por 5 animales, cometió según los magistrados el error de no resistirse y cerró los ojos para que el tiempo pasase deprisa y el dolor no fuese lo último que sintiera. El asco, la vergüenza, la repulsa, el pavor, los escalofríos, las heridas del alma y la pérdida de confianza en sí misma y en los demás son las cicatrices con las que una mujer, casi una niña, se pasea cada día por una vida que ya no es la suya. Mientras, quienes le arrebataron la inocencia y la juventud duermen hoy en sus casas creyendo que no hicieron nada. Otras mujeres ocupan sus camas, quién sabe con qué mentiras y con qué miedos cubriéndolas. Entre los sueños y las pesadillas hay muchas noches en vela. Yo sí te creo.

Los ojos, cuando hablan, lo hacen en el idioma más honesto y universal del mundo. Hoy me aterra que esos salvajes no leyesen el pánico en los suyos, tanto como su perversión y alevosía, como su visión del sexo y del placer, como la defensa de quienes justifican su infamia. Hoy yo también soy cada madre, cada hija y cada abuela que se cruzarán con sus miradas sucias en el portal, en las calles de cualquier ciudad por la pasearán con altivez sus miserias; lugares en los que también habrá portales o rincones oscuros con olor a miedo. En el mismo instante en el que toda la sociedad sale a la calle en masa y pide un cambio legislativo que castigue a quienes continúan tratándonos como objetos y comportándose como animales, desandamos el camino y nos quedamos cojos. Hoy tengo ganas de gritar, de cerrar la ventana por la que entra este tufo insoportable, para dejar de sentir que la maldad cobra un peaje muy barato.

Y mientras, cuando parece que nada más puede golpear nuestros valores, percibimos que una corriente nauseabunda rechaza salvar vidas a punto de naufragar en un mar de lamentos. En ese preciso instante en el que nos abofetea la realidad, se nos eriza la piel al ver a niños encerrados en jaulas dentro de un viejo almacén de Texas. Su delito, en ambos casos, mucho más nimio que el de los violadores en grupo, que el perpetrado por la manada de apestosos cerdos cuyas caras tenemos grabadas a fuego en la retina: buscar un futuro, no mejor ni peor, simplemente un mañana. Huir, escapar, intentar arañar una tierra en la que el hambre no corte la piel y la muerte no sea una vecina tan cercana. El desatino los muestra a ellos encerrados tras altas verjas, mientras que los salvajes gritan libres.

Hoy leemos estas y otras noticias que nos suenan tan lejanas como si proviniesen de una vieja radio mal sintonizada y de otro siglo, tan imposibles como ciertas, tan crueles que no hacen daño. El dolor suena más fuerte cuando afecta a los que creemos iguales a nosotros, sin saber que la única diferencia es, precisamente, nuestra humanidad.

Los mismos que se emocionan visitando campos de concentración alemanes, convertidos hoy en parques de atracciones, defienden cerrar fronteras, permitir que niños de tres años lloren dentro de una valla de metal con la única compañía de una bolsa de patatas, en un sueño americano cuyo color rosa se ha vuelto gris y donde el cuento termina con las perdices muertas.

Esos que predican ‘tolerancia cero' con la inmigración, demuestran que eso es lo que les queda de inteligencia y de bondad: nada. Nos vamos a la mierda, señores, poco a poco, entre portada y portada, y sin remedio, porque si la justicia es injusta y los humanos somos inhumanos, no estoy segura de que escribiendo logremos cambiar el mundo.