Ya no se escriben cartas. A pesar de que esta ha sido calificada como la época de la comunicación, hoy no nos desnudamos ante otros, transitando por una década en la que rubricamos una antítesis que firma sin manos y no tiene tinta. Ahora se mandan notas de audio; horrendas, sucias, con ruido de fondo e invasivas, se remiten mensajes de texto en aplicaciones o correos electrónicos, donde no se mima la gramática ni se sopesa el poder de las palabras, y se maltrata sistemáticamente a sus destinatarios con faltas de ortografía, apócopes innecesarios y poco amor. Porque al final, eso es lo que vertíamos en cada hoja destinada a viajar a otras manos: cariño sincero, historias que necesitábamos compartir y confesiones dignas en muchos casos de ser releídas mil veces.
Nos hemos olvidado de la riqueza de desfilar letras y de crear nuevos mundos, de llenar cuadernos con nuestros sentimientos, miedos y alegrías y de volcar en un papel lo que no hemos confesado ni siquiera a nuestros dedos.
En mi caso tengo un cuaderno junto a la cama donde pinto poemas, y varios más en los cajones de mi mesa de 1950 que, con la solera y educación del lugar que los alberga, esperan pacientes a ser usados. No hace falta ser periodista para saber escribir y estamos tan faltos de frases propias y auténticas, que nos recuerden quiénes somos, quiénes seremos y quiénes hemos sido, que no somos conscientes de que, a veces, una carta sincera, es el mejor regalo que podemos recibir.
Viajamos y miramos las postales como objetos del pasado cuando en esos simples cartones podríamos condensar cómo y porqué nos acordamos a cada paso de los que más queremos. Por eso escríbeme, escríbete, escríbeles. Hazlo sin prisa, con buen tiento, con tu mejor letra. Recréate en lo que quieres transmitir y no te dejes llevar por la pereza.
A veces, los que nos rodean, solo necesitan nuestra sinceridad y nuestro tiempo. En este mundo que va tan deprisa, donde no nos paramos a sentir el viento, hacen falta más letras, más cartas y más versos.
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