Los dos discípulos experimentaban una gran desilusión ante el aparente fracaso que representaba para ellos la muerte de Jesús. Cuando al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos lo retienen y le dicen: quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo. Y entró para quedarse con ellos. Estando juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron; pero él desapareció de su presencia. También nosotros desde lo más profundo de nuestro corazón le decimos a Jesucristo: Quédate con nosotros. Quédate porque sólo tú puedes calmar este ansia que nos consume. Porque entre las cosas maravillosas que anhelamos, no ignoramos cual es la primera: poseer siempre a Dios. Y Jesús se quedó. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, también hemos de ser capaces, con su ayuda, de hablar a los demás de Él. Hablar de Jesucristo y hablar con Jesucristo. Al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once, y a los que estaban con ellos, que decían: El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón. Esta aparición de Jesús resucitado la refieren San Lucas y San Juan. San Juan recoge la institución del sacramento de la Penitencia, al tiempo que San Lucas subraya la dificultad de los discípulos para aceptar el milagro de la Resurrección, a pesar del testimonio de los ángeles a las mujeres y de quienes ya habían visto al Señor resucitado. Aunque el cuerpo resucitado es imposible, y, en consecuencia, no necesita ya de alimentos para nutrirse, el Señor confirma a los discípulos en la verdad de su Resurrección con estas dos pruebas: invitándolos a que lo toquen y comiendo en su presencia.
San Ignacio de Antioquía ( S.I.) afirma:
«Se muy bien y en ello pongo mi fe que, después de su Resurrección el Señor permaneció en su carne».
Después de su Resurrección comió y bebió con ellos, como hombre de carne que era, si bien espiritualmente era una sola cosa con su Padre. Se subraya así la unidad de los dos Testamentos, y que Jesús es verdaderamente el Mesías. Con San Pedro, podemos afirmar llenos de gozo:
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»
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