Mientras escribo estas líneas con espíritu deportivo, fumando un puro y brindando con un triple negroni, la mitad de la isla de Ibiza se despierta colapsada por miles de entusiastas atletas, embutidos en mallas fosforitas de licra (¿por qué no una minifalda ateniense?), que desafían los latidos de su corazón y corren voluntariamente hasta una meta a terrible distancia.
La popular y masoquista prueba del maratón tiene sus raíces en una victoria griega sobre los persas. Se envió al soldado Filípides a llevar la buena nueva corriendo cuarenta kilómetros hasta Atenas bajo la caliente claridad ática. La historia sostiene que murió tras dar el mensaje: Nike (victoria), con lo cual se demuestra que una carrera tan extrema no puede ser algo demasiado sano.
Hoy en día los vencedores del maratón suelen ser los veloces y sonrientes keniatas, habituados a correr desde la tierna infancia por delante de algún curioso león o una molesta hiena. Entrenan por el partido valle del Rift o entre las montañas de café amadas por Karen Blixen, y a veces incluso cargan una cabra a sus espaldas, para celebrar un banquete en alguna aldea donde no llegan ni los Toyota.
Pero esta pasión moderna de correr el Maratón por carreteras asfaltadas es algo que escapa a mi entendimiento. Y eso que tengo buenos amigos que son fanáticos participantes. Cuando me predican sermones sobre las endorfinas y el orgullo de culminar tal castigo, los silencio fácilmente con un buen copazo porque de tanto correr siempre están sedientos. Los periodistas Ricardo F. Colmenero y Eugenio Rodríguez, por poner ejemplos pitiusos, a quienes solo me resisto a tratar cuando van vestiditos de pegajosa licra, jamás me han aceptado un gatorade, pero no tienen problemas con un gin-tonic de Xoriguer.
«Nada en exceso», recomendaba el Oráculo de Delfos.
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