OPINIÓN | Montse Monsalve
En las antípodas
Hoy debería estar descansando en un agroturismo de Mahón o tal vez en un establecimiento del casco histórico de Ciutadella. Esta Semana Santa mi pretensión era conocer por fin la última isla de Baleares que me quedaba por visitar y que representaba la vergüenza de mi carné de viajera patria. Para comprender a los demás debemos reconciliarnos con nosotros mismos y, del mismo modo, es preciso recorrer de punta a punta nuestro propio país antes de escoger exóticos y lejanos destinos. Viajar nos abre los ojos, nos templa los sentidos, nos recuerda quiénes somos, nos contextualiza, nos hace agradecidos con lo que tenemos y curiosos con lo ajeno y nos amplía la visión de un mundo que no puede sentirse desde el sofá, por muchos libros de aventuras que leamos. Tengo grandes amigos catalanes que reniegan cuando les insto a vibrar con la gastronomía y el patrimonio cultural de Castilla, de Andalucía o de Extremadura. Esos, los que nunca han pisado tabernas vascas, no han comida jamás unos mejillones gallegos recién pescados ni se han bañado en la Playa de la Concha de madrugada, son quienes sentencian que nosotros, ‘los españoles', somos todos iguales, sin entender que lo que nos diferencia es, precisamente, lo que nos une. Yo he llorado de emoción paseando por la mezquita de Córdoba, por los jardines de la Alhambra o sentada viendo una obra clásica en el teatro romano de Mérida; he sentido el pulso de las Fallas de Valencia y de cada rincón de su costa, de Norte a Sur, he cerrado los bares de Madrid y me he bebido la magia de las bodegas de La Rioja. He subido las cuestas de Toledo para apreciar su historia, he sujetado las Casas Colgadas de Cuenca y bailado en la Feria de Albacete. Me he recorrido cientos de veces cada una de las provincias de mi amada y yerma Castilla y he dejado ‘seca' la zona del Barrio Húmedo en León. He cruzado las fronteras de España con Francia y, por supuesto, he subido la montaña que me dio nombre. He visto atardecer desde el Cabo de Rosas, me conozco al dedillo las calles de Barcelona y los secretos de Tarragona, sus pueblos y embutidos, y me he perdido por Vitoria tras una boda que recordaré toda la vida. En Canarias aprendí lo que era la “calima” y el “mojo picón” y me compré mi primera cámara de fotos réflex con la que no me hice mejor fotógrafa, pero sí una aficionada más seria a captar recuerdos. Y hoy, ya lo ven, en mi lista quería tachar esa mancha que me llevaba a reconocer que nunca había dado el salto a mi isla vecina.
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