Los mismos que denuncian que la libertad se ahoga cuando agoniza en la orilla de los del otro bando, olvidan poner el grito en el cielo cuando son ellos quienes le pisan la cabeza. Y así están las cosas en un país en el que las condenas por escribir sandeces y ser, sencillamente, un gilipollas con ganas de polémica, son las mismas que se imponen a pederastas, violadores y maltratadores. El doble rasero que nos aplican quema y duele.
¿No sería más lógico reeducar a los díscolos que agreden con las palabras, con trabajos sociales que les muestren el dolor de los ultrajados, en vez de mezclarlos con quienes golpean con el cuerpo y el alma y ya están absolutamente perdidos?
En un sistema que juega a rehabilitar a delincuentes y asesinos por ciencia infusa, la vida cada día muestra menos colores y se presenta más en blanco y negro. Y los de aquí, los que sentimos que ser normal es algo extraordinario, seguimos sin entender nada. De dónde surge tanta maldad, tanta mala leche, tanta hipocresía, tanta falsa corrección, tanto meapilas suelto...
Y aquí estamos, teniendo que leer cada día comentarios desagradables, sin educación ni respeto, en redes sociales y o en medios digitales. Insultos hirientes, que no aportan nada, cobardes y escondidos bajo pseudónimos tan simples como ellos, con los que buscan llenar sus vacíos.
Cuestionan si somos periodistas, si sabemos escribir, si tenemos luces, ocultos desde sus sombras, mientras se beben su momento de gloria. Y nosotros tenemos que tragar, contar hasta diez y armarnos de paciencia mientras nos atacan gratuitamente. ¡Pues no, señores! Entre ustedes y nosotros, los que intentamos escribir sobre un mundo mejor y dar voz a quienes lo merecen, hay muchas más diferencias que un título, experiencia o una vocación: nos separa la ética. Se hacen fuertes, se sienten grandes, como quien grita desde el cascarón de un coche y pita conduciendo como un loco para expiar frustraciones.
Somos su diana y disparan sin tregua buscando erratas, errores y pasos en falso con los que lanzarnos sus dardos envenenados, sin saber que tenemos el antídoto: seguir escribiendo, viviendo, latiendo y soñando. No les voy a engañar, somos humanos y sentimos cada punzada, pero no caeremos en sus redes. A ellos, a las hidras de dos cabezas que nos acosan por no ser políticamente correctos o porque ponemos en evidencia sus carencias, les cantan dos jóvenes talentos que representarán a España, esta grande y unida que tanto les escuece, en Eurovisión. Porque ellos, que han conquistado a los que están hasta el moño de víctimas, ordinarios y necios, han demostrado que el esfuerzo tiene recompensa, que los sueños se cumplen, que la sinceridad es atractiva, que la inteligencia no está reñida con la inocencia y que todavía no está todo perdido.
El mundo es como las personas, maravillosamente imperfecto. ¿El futuro?
No lo sabemos. Hoy La Bola de Cristal no sería políticamente correcto, la censura impediría a los electroduendes rompernos la lavadora y limpiar nuestra hipocresía, pero aquí, ahora, suena Tu canción, y al que no le guste que se rasque.
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