Uno -y otros muchos con uno--, en su desesperado afán por huir de seguir escribiendo de ‘lo único', se refugia hoy en el turismo, aprovechando lo de Fitur. Y es que, claro, la situación de nuestra principal, a veces parece que casi única, industria nacional, también ha quedado en segundo plano merced a la surrealista -cada día, pásmense, más- situación que se vive en Cataluña, hoy motor y corazón de las Españas. Bueno, al turismo: que ya tenemos ¡ochenta y dos millones! de visitantes anuales, casi dos por cada habitante autóctono, y el Gobierno, claro, saca pecho. Algo tendremos, dicen, para que tantos vengan y repitan. Y crezcan. Es verdad, piensa uno: pero...
Pero no estoy seguro de que el hecho de que hayamos batido nuestro récord de visitantes sea algo de lo que Ejecutivo pueda enorgullecerse tanto, tanto, que lo presente como casi su único activo. No quisiera ser quien eche agua al incendio del orgullo patrio por ser este país tan atractivo, que lo es, y basta para comprobarlo darse una vuelta por foráneas tierras. Lo que ocurre es que no estoy seguro de que un crecimiento cuantitativo, masivo, deba tapar la necesidad de procurar una sostenibilidad y una calidad creciente en los servicios que presta a quienes vienen a esta nación de, valga la redundancia, servicios. Yo no quiero turismo de borrachera, que afortunadamente es una minoría.
Máxime cuando el récord tiene algo que ver con lo coyuntural. España es un país básicamente seguro -que lo dicen Zoido y las estadísticas--, soleado -récord en calor en 2016/17--, lleno de bares y de fiesta. Beber es barato, demasiado barato para nuestros jóvenes, que también lo dicen las estadísticas. Y el cachondeo está instalado en muchas calles del territorio nacional, sin que por ello quiera caer en tópicos. Por eso, países que no son tan seguros ni tan cachondos, básicamente porque han sido víctimas de ataques yihadistas o han caído bajo el yugo de los fundamentalismos, o donde los profesionales de la hostelería no lo son tanto, han dejado a España pista libre hacia el podio y la medalla de oro (todavía de plata, que Francia pedalea delante). Un cambio en esas condiciones, o las consecuencias del Brexit, a alguna maniobra del Kremlin, qué sé yo, podría bajar esa cifra de ¡82! millones de turistas que por acá llegaron.
No veo esa constatación en los pasillos de Fitur, ni en el entusiasmo con el que los presidentes autonómicos han llegado a Madrid para ‘vender' su stand -esto es elogio de terruño y menosprecio de lo nacional--. Veo, sí, el orgullo gubernamental, predicando este logro cuando se registran -y no digo yo que sea exclusivamente culpa del Gobierno- bastantes fracasos en otro orden. Ya sabe usted a qué me refiero: hay una manía disgregadora en muchas partes de nuestro territorio, y no me refiero solamente a Lo Único, que allí, en Unicolandia, no se pretende hacer cooficial al bable ni se quiere considerar la fabla aragonesa tan importante como el castellano.
El turismo, tan fundamental para configurar nuestro PIB y nuestras estadísticas de mejora de empleo, va muy bien. Pero no me parece de recibió distraer a los ciudadanos con esta obviedad, obviando -vuelva a valer el mal juego de palabras- todo lo demás. Incluyendo los juicios por corrupción, que vienen imparables. Viva Fitur y lo que representa, pero ya digo: ¿qué hay de lo mío, de lo nuestro, de lo de la esa cosa, tan nacional, llamada ciudadanía?
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