España es una potencia gastronómica de primer orden, con los diferentes y especialísimos toques de sus regiones. Por eso escandaliza que en el hospital de Can Misses ofrezcan un rancho que atenta contra la salud de sus pacientes y el buen hacer de sus profesionales médicos, hablen o no catalán.
Cuenta el historiador Jacob Burkhardt en La Cultura del Renacimiento en Italia, que en la Génova del siglo XV, cuando un esclavo se hacía merecedor de un duro castigo, a menudo se le vendía en Baleares, donde podía terminar como carregador en las Salinas de Ibiza.
Esa es una de las actividades más duras que existen –hoy junto a una playa donde se doran cuerpos para todos los gustos y modas, desde una ninfa de Praxíteles a una oronda modelo de Botero—, y a cargar deberían mandar a los responsables de unos menús que nunca fueron para consumo humano.
¿Pero por qué ese desprecio a la comida en tantos hospitales y colegios? Por no hablar de las porquerías que te sirven en aviones o trenes, que solo sirven para hacer más largo el viaje, a no ser que portes tu petaca y un variado picnic que compartirás con tus celosos vecinos.
Falta imaginación y amore a la hora de alimentar en sitios públicos de cocina tan sosa como irresponsable. Un sabroso arroz de matanzas, unos salmonetes, una becada, frescas verduras y frutas de temporada, flaó, café caleta y demás manjares pitiusos ayudarían mucho a la recuperación y alegría de los pacientes.
Ya lo decía Hipócrates: Que tu alimento sea tu medicina.
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