Quizá, pensaba yo estos días viendo la marea de banderas rojigualdas en balcones, calles y solapas, haya llegado el momento de cambiar los negros nubarrones por frases más corteses y entonar el ‘gracias, Puigdemont, gracias'. Cierto que nos ha sumido en las tinieblas de la incertidumbre, en la controversia jurídica y nos ha hecho llegar más lejos en algunos errores, sin contar con lo que ya ha perdido, por su culpa, Cataluña. Pero, convencido como estoy de que la crisis se solventará -algo nos dejaremos en el camino, pero no, desde luego, a Cataluña, que seguirá entre nosotros--, pienso que ha llegado ya el momento de buscar algunas consecuencias que pueden ser positivas para el futuro de la nación.

Yo, desde luego, pondría en primer lugar precisamente a esa llamarada de color amarillo y rojo. La enseña nacional, mostrarla, respetarla, ha dejado de ser cosa de ‘fachas'. Estamos, por primera vez acaso desde 1977, dispuestos a defender al Estado, y reconsiderando algunas equivocaciones de muchas décadas, algunas de ellas derivadas de los excesos de una aberrante dictadura, la de Franco. Creo que los españoles hemos tomado conciencia de que los países grandes son aquellos que se enorgullecen de sus símbolos, de su himno, de su Historia y de su unidad, y que ninguna de estas cosas tiene por qué comportar una ideología ni de ultraderecha ni siquiera de derecha. Porque el Estado es el que alberga el bienestar de los ciudadanos, que debe ser la máxima aspiración de quien, desde la derecha o la izquierda, se dedica a la política.

Porque me `parece que la izquierda, o mejor una parte de ella, va aclarando ideas que tal vez había tenido algo alteradas merced al pertinaz ‘no, no y no' a cualquier cosa que proviniese ‘de la derecha'; posiblemente, uno de los ‘efectos Puigdemont' sea que la vieja idea de alguna clase de pacto para la gobernación de las grandes cosas haya salido del baúl de los imposibles en el que Pedro Sánchez la metió. Y, ya que hablamos de izquierda, creo que esta crisis está sirviendo para depurar las cosas en Podemos, sometido a los saltos en el vacío de su creador; no son pocos los que se han dado cuenta de que la ambigüedad en la configuración territorial del país pasará una seria factura a la formación morada, sin duda la más original de las últimamente surgidas con éxito en Europa.

A Puigdemont le tenemos que agradecer la reflexión sobre el ser que, como en 1898, se ha instalado, creo que para bien, en muy amplias capas de la sociedad española (y, por ende, catalana): ¿hacia dónde queremos ir juntos y cuánto de juntos? ¿Es la mejor la configuración que nos dimos con el actual estado de las autonomías? ¿Qué ajustes necesita la Constitución para encaminarnos hacia un Estado de verdad moderno, eficaz y democrático? Creo que todo eso el algo presente en los encuentros de nuestros líderes, unos encuentros que, por cierto, hace apenas un año ni siquiera existían. Y más: ¿qué errores cometimos los que nunca nos sentimos independentistas de nada para haber llegado a una situación en la que un grupo de mentirosos, tramposos, incultos, herederos de una corrupción sin límites, una burguesía aliada con un lumperío que se reclama antisistema, haya pretendido tomar el control, contra el Parlamento y contra la seguridad jurídica, de un territorio tan maravilloso, por tantos conceptos, como Cataluña? Creo que la autocrítica es la virtud menos extendida entre nuestros políticos, pero sospecho que los más inteligentes en el seno del poder monclovita estén comenzando a entender que, en muchos sentidos, no se puede seguir gobernando con prácticas antidemocráticas, que afectan desde a la comunicación hasta a algunos manejos de nombramientos y ceses. El inmovilismo ha terminado. Y la nueva era inaugurada por un Puigdemont que ya ni para eso nos sirve va a afectar a muchos sectores, desde las fuerzas del orden hasta los medios, pasando por la judicatura, el funcionamiento de algunas grandes empresas y bancos o nuestra diplomacia, por ejemplo. Aprovechemos la ocasión para dar algunas manos de pintura al viejo caserón.

Gracias, pues, Puigdemont, porque me parece que también has contribuido a que en las calles catalanas, por las que hace poco no pasaba una bandera bicolor, ya casi no había ninguna sin estelada, se pregunten si iban por el buen camino. Yo creo que el último servicio que puede prestar a la causa catalana, que es la mía y la de tantos españoles, es convocar elecciones autonómicas y largarse con viento fresco. Porque a mí me importa el futuro, de diálogo y de comprensión generosa. Y no me importa tanto si usted declaró o no -que mejor lo dejamos en no- la independencia que nunca va a llegar. No así, al menos.