Aquello de los árboles que te impiden ver el bosque es verdad. Cuando uno está obsesionado o preso en razones por una situación tormentosa no se llegan a vislumbrar con claridad las opciones posibles.
Ahora en Ibiza estamos inmersos en una burbuja. Unos no quieren despertar, porque por fin se están forrando, pero otros desean que la pesadilla acabe cuanto antes para poder regresar a una vida controlada por la normalidad, donde podamos ser dueños de una parte de nuestro destino. Ahora, la sensación es de avasallamiento, nos sentimos arrollados por la gran manada salvaje, una estampida que no podemos controlar.
Todo son cifras mareantes que aumentan la presión ambiental. Si observamos el mar, vemos las costas atiborradas de ladrillos, de gente insípida que regurguita los frutos de la noche y nos priva del sosiego merecido.
Si te fijas en los clubs náuticos o puertos deportivos, la saturación es la norma y no te queda ni un asiento libre a la derecha, ni a la izquierda. Sabemos, esto sí, que llegarán cuatro o cinco cruceros y que evacuarán sobre las calles de Vila unos 15.000 turistas ansiosos por hacerse con una pieza singular en unas tiendas estándares que solo venden gadgets fabricados en China o en India. Mientras soportamos los codazos educadamente nos lloverá una tupida red de encantadores turistas abducidos por su propia belleza gorda, sudorosa, que se fotografía a si misma.
No espere, no desee nada, porque nada le será otorgado. Vive en un escenario Patrimonio de la Humanidad y ellos han pagado sus tasas por poder inmortalizarse en unos miles de selfies.
A la caída de la tarde quizás le entre un agudo ataque de melancolía, esperando refugiarse en un invierno cercano.
@MarianoPlanells
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