Decía el poeta maldito Nerval que Austria es la China de Europa. De momento, sentado en una terraza de Salzburgo, hermosa y vibrante ciudad donde –al igual que en Ibiza desde la reconquista cristiana— siempre ha mandado el obispo y hay unas riquísimas minas de sal (aquí los carregadors van a ritmo de Mozart), lo que más observo son hordas de japoneses.
En las Pitiusas esquivo fácilmente la invasión turística cuando me hago a la mar. Afortunadamente toda la gente va donde va Vicente. Así que tenemos numerosos oasis solitarios, solo aptos para una chalupa o algún andarín que no teme el calor sofocante y desciende Es Amunts hasta una esmeraldina cala Aubarca cuyos pinares se extienden a la pedregosa orilla como lenguas de absenta.
Aunque a veces apetece un baño de multitudes. La luna nueva señala el fin del Ramadán y regresan los megayates que guardaron religioso ayuno. ¿Quién sería capaz de reconocer a los potentados sin su yate? Habría que tener el ojo de una hetaira como la bella Otero, la misma que afirmaba que las mentiras conservan los dientes blancos.
Al verme con un matutino Bloody Mary y un puro encendido, las tiernas niponas me juzgan como un destetado dinosaurio y pretenden congelarme con sus cámaras. Como estoy leyendo el Libro del Té, del muy ilustrado samurai Okakura Kakuzo, alguna temeraria se sienta a mi mesa y me habla del kami austriaco. Lovis ommia plena, respondo, al igual que hubiera dicho en los jardines de Kioto o a la sombra de un naranjo en San Lorenzo.
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