Vivimos cada día temiendo a todo, asustados, congelados por lo que pueda ocurrirnos. Estamos eternamente ateridos por un futuro que no controlamos y del que apenas sabemos. Caminamos a tientas por una pasarela presos del pánico y con el vértigo cosido a las tripas, sin saber si esta toca el suelo o si tiene 1.000 metros de altura. No nos asomamos a la ventana del optimismo por si pudiésemos caernos e, incluso, le ponemos rejas para evitar que nadie entre, cuando tal vez eso sea precisamente lo mejor que pueda pasarnos. Nadie nos asegura que mañana sigamos aquí, aporreando teclas y apagando despertadores, por lo tanto ¿por qué pensar tanto en lo que pueda ocurrir si tal vez nunca ocurra?
La vida es como un concurso de talentos en el que debemos interpretar nuestro papel lo mejor posible con la finalidad de mejorar cada día, aprendiendo de nuestros compañeros o coach y entregándonos al público. Un escenario que tenemos que respetar y disfrutar, aspirando como un regalo el amor y la emoción de nuestras familias, de cada aplauso y también de cada crítica, sin que quedar primeros o ser expulsados sea la finalidad, puesto que esa decisión es de otros. Disfrutar y vivir cada momento feliz es la opción más inteligente, puesto que si permitimos que el miedo a que se esfume sea el protagonista ese instante pasará y nos robará ese recuerdo.
Hay un proverbio árabe que dice “si tus problemas tienen solución para qué preocuparte; y si no la tienen, para qué preocuparte”, y ese debe ser nuestro mantra.
No dormimos pensando en cómo enfrentarnos a una reunión, a un cliente, a una conversación pendiente, a una factura o a una enfermedad, cuando hay cosas que solo soluciona el tiempo y que no se desvelan hasta que llegan.
Puede que la culpable de esta tónica sea la tradición católica que de un modo u otro nos han inculcado y que lleva implícita esa sensación de que de un momento a otro un paso en falso nos llevará al purgatorio, al infierno o al limbo. De hecho, su interpretación del hedonismo y del “Carpe Diem” se ha manipulado hasta que la búsqueda de la felicidad parezca algo negativo, siendo el fin de todas las personas.
En cambio, la filosofía budista, que no es una religión y por lo tanto carece de dogma de fe (lo que quiere decir que puede cuestionarse e interpretarse), es mucho más sana en su visión de la vida y de la muerte, del presente y del futuro y, aunque sus valores morales son muy similares, van más allá y nos insta a pedir siempre por los demás, a ser mejores personas, más generosos, instruidos y elevados. En el budismo no hay miedo a saber, a amar, al futuro ni a los demás, de hecho, en el budismo no existe el miedo. Si pierdes en esta vida, vuelves a la casilla de inicio y partes de cero. Tal vez ese nuevo inicio era necesario y parte de tu destino.
Lo cierto es que creáis en lo que creáis, este, aquí y ahora, es el momento de mirar hacia abajo y de disfrutar de lo que nos encontremos, de abrir los ojos, sacar la cabeza y VIVIR con mayúsculas, encajonando al miedo para que no vuelva a encerrarnos.
No tengáis miedo al ridículo, a ser sinceros, a lo que opinen los demás, a perder cosas materiales o a que quienes amamos puedan irse. No tengáis miedo de la muerte propia o ajena porque de una forma u otra llegará, y es mejor pensar poco en ella y esquivarla con una sonrisa.
No somos inmortales ni estaremos aquí para siempre. Nadie puede asegurarnos que viviremos siempre plenos y sanos, pero mientras los dientes nos duren y las piernas nos aguanten, vamos a morder la vida y a saltar cada obstáculo para reírnos hasta de nuestra sombra. ¿Miedo? ¿Quién dijo miedo?
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