Dice el Evangelio que algunos ponderaban la belleza del Templo de Jerusalén. Jesús, entonces, les dijo: Esto que contempláis llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra, todo quedará destruido.
Jesús nos habla de las realidades últimas, por tanto, su discurso es escatológico. Aparecen entremezcladas tres profecías: la ruina de Jerusalén, conquistada y arrasada por las tropas del emperador Tito en el año 70, la descripción del final del mundo y la parusía o la segunda venida de Cristo en gloria y majestad. La destrucción de Jerusalén fue como un signo, un símbolo de las catástrofes que acompañarán el final del mundo. Durante toda la historia de la humanidad hubo y hay catástrofes, guerras, terremotos y toda suerte de peligros para la vida del hombre, pero todo ello, lo que acontezca, no significa que el fin del mundo sea inmediato, como suelen afirmar algunas sectas. Solo Dios sabe cuándo será una realidad el final. No sabemos el día ni la hora, pero el Señor nos invita a la vigilancia, a la oración y a la paciencia en medio de las adversidades. Nos dice el Señor que nunca debemos atemorizarnos, puesto que todo está dirigido por la divina y amorosa Providencia. Dios es Amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él (I Jn 4,16). Dónde hay amor no hay temor.
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