Corrían los finales de los cincuenta y la vie en rose de muchos artistas del papel cuché se disipaba entre fiestas en los jardines del palacio de los Grimaldi, en Mónaco, sobre los yates de algunos acaudalados ricachones de gafas de pasta oscura en la costa azul, en la misma isla de Capri o ¡Cómo no! en la capital del mundo, Roma, en donde, sobre todo en esta, los paparazzi, se atropellaban unos a otros, en su pugna por conseguir un reportaje que les diera la fama divina, en alguna glamurosa revista del corazón, y en un lugar en donde los lugareños suelen llamar lo el percorso, o trayecto que transcurre entre las calles más famosas, chics y con mas importante trasiego, tanto de masas como de vividores de lo terrenal, como lo son la Via Condotti y la Via Veneto, principalmente esta última, en donde por aquellos tiempos - ahora ya solo pululan turistas con bolsas de compras-, transcurría lenta y pausadamente para algunos inmortales del celuloide y el reino de la farándula, la tan venerada dolce vita, entre martini rosso y martini bianco, servido en copa convexa y de tallo cristalino, largo. Como debe de ser, pues si no, no hay forma de que la rodaja de limón o de naranja se vea en todo su esplendor. Lo contrario hubiera sido un vaso de tubo cutre, y en esto, a los bon vivants, no hay quien les reste pábulo, pues así es la vida, según se nos hace ver en las revistas amarillentas y prensa del corazón, de los castosos.
De este modo corría la vida a finales de los cincuenta y de este modo, debieron pensar algunos en nuestros días, que debía de seguir siendo. Así pues, nuestra historia que forma parte del pasado, se sitúa en nuestro tiempo presente, como si los años no hubieran transcurrido. Y en estas estamos, que de entre todos los talentos, bañados al sol o a la luz de las estrellas, o tocados por la varita de la fama y que brillaban con luz propia, al más puro estilo de las estrellas hollywoodienses o fellinianas que retozaban en aquellos lares, un talento superior se erguió entre el resto de inmortales de la casta. El talento de un hombre que no era todavía nada ni nadie, pero que ansiaba enormemente en su seno interno ser también un bon vivant. Aunque su talento glamuroso, básicamente había consistido en dejarse la coleta recogida con una goma de tres al cuarto sin ningún estilo, y realizar programas en la nada glamurosa Vallecas city, - con perdón y mucho respeto de los vallecanos, pues no se merecen talentosos así-, y cuyo mayor éxito en la vida era el de haber dirigido un programa televisivo, llamado «La Tuerka», que además de estar mal escrita ya de entrada la palabreja, chirriaba por sí misma a cada vuelta que se le daba, a pesar del aceite en forma de petro dólares, que le infundían algunos líderes de países de charanga y pandereta, al más puro estilo de la revolución bolibariense, que Simon Bolivar hubiera impugnado por copy right, ante los tribunales de haber seguido vivo.
Y así, y de esta guisa, el talentoso Mister Ripley; ansioso del glamour que ofrecía esa vida entre martinis frappés, fiestas y paparazzis, de cuyos flases, sus cámaras cegaban su más pura realidad: que era un don nadie poco virtuoso y escasamente dotado para una vida de buena casta, y porque ya se sabe que la mona, aunque se vista de seda, mona se queda, acabó por vestir aquel smoking en una entrega de premios amañada, el mismo tipo de vestimenta y estilo del que había renegado toda su vida, en su corta vida, pero de larga ambición, y por un instante, entre el resto de talentos que asistían a la entrega de los premios, se creyó por un instante - instante que aún le dura- superior al resto de los mortales, departiendo con ellos a su misma altura, pero con escasa altura de miras, ofreciendo se como el salvador del mundo.
Como Robur, el conquistador, de una vicepresidencia de un gobierno que hubiera amado hacer ingobernable, pues así era el talentoso Mister Pablo Iglesias Ripley: el asesinato de la Democracia. Su secreto más oculto, además del ansia de ser parte de la casta.
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