En 2015 se ha agudizado la desigualdad en Eivissa y Formentera, donde se constata que la brecha entre una minúscula elite de cresos y el grueso de la ciudadanía –que hace equilibrios para subsistir– no hace sino ensanchar.

Los récords históricos de pasajeros y turistas se celebran a ritmo de goles, cuando en realidad deberíamos primar el aspecto cualitativo al cuantitativo si queremos preservar el paraíso que ha llevado a Eivissa a gozar de reconocimiento mundial. Esta sobreocupación a la que hemos sido testigos con más fiereza que nunca en 2015 además de amenazar el medioambiente y la sostenibilidad de la isla, ha generado un caos absoluto en múltiples y muy diversas áreas. Mientras la oferta ilegal se dispara, los servicios básicos y nuestros derechos menguan porque las instituciones que deben garantizar el bienestar de la población se ven literalmente desbordadas. El ‘todo vale’ es tristemente una expresión inherente al concepto Ibiza en los últimos años.

En materia de vivienda, seguimos asistiendo a una imparable escalada de los precios. Un problema que aunque los nuevos gobernantes parecen decididos a atajar, cuenta con el mezquino aval del libre mercado, que facilita el abuso y la explotación.

Y mientras Eivissa sigue generando –exportando– riqueza para el bolsillo de unos pocos, la mayoría de residentes (y trabajadores estacionales) sostienen una mochila cada vez más pesada con congelación o recortes de los suelos, contratos precarios, encarecimiento del nivel de vida, falta de inversiones, infraestructuras obsoletas, alquileres desorbitados... La inercia desde hace años es dañina para la sociedad ibicenca y las herramientas para combatirla, demasiado escasas e ineficaces.