Buena parte de los residentes no ibicencos de la isla comprenderán la siguiente reflexión, que no por meditada debe ser asumida como dogma de fe. Quizás por su idiosincrasia y por su carácter estacional, Eivissa ha sido tradicionalmente percibida desde fuera como una isla de paso en la que es realmente complicado estrechar lazos de unión para llegar a formar un hogar –el problema de la vivienda y el alquiler tampoco ayuda– y un núcleo de amistades, digamos estable.
Buena parte de quienes nos visitan intentan aprovechar hasta la última gota de esta isla, ya sea en el aspecto económico o medioambiental. De ahí que las reticencias y la eterna lucha que han mantenido los oriundos frente a ese turismo ‘sanguijuela’ por preservar el territorio y los recursos haya alimentado un sentimiento apátrida que algunos trabajadores residentes manifiestan.

Ya digo que puede tratarse de una visión muy particular, pero abundan los casos de personas que por más años que acumulen en la isla, trabajando y labrándose una vida, se sienten fuera de lugar. Muchos siguen sin encontrar su sitio, posiblemente sacudidos por ese modelo estacional de la economía que contribuye a descomponer los nexos de amistad que se van generando.

El hábito hace al monje, dicen, una metáfora que quizás explique por qué entre los residentes se ha forjado cierta desconfianza frente al ‘invasor’, que dificulta su integración en Eivissa. En una isla de paso, los ‘colegas de fiesta’ abundan pero las amistades pueden contarse con los dedos de una mano, y sobran dedos. Hagamos de la isla un sitio acogedor y fraternal del que vayan desapareciendo interesados y usureros mientras fomentamos la integración de quienes respetan la isla y favorecen su progreso.