Cuando los barcos de pasajeros atracaban en el Port de Vila, no hace tanto tiempo de eso, el ritual para embarcar era siempre el mismo. Llegabas con el coche a la barrera y el vigilante de turno te pedía la tarjeta de embarque para poder entrar a ‘descargar'; «no puede aparcar, sólo descargar» decía repetitivamente. Nadie le hacía caso, todos aparcábamos como podíamos a un lado u otro des Martell. Entonces, cuando no había escaleras mecánicas, para subir al barco, ni estación marítima, ni arco de seguridad (no hace tanto tiempo de eso), esperabas en una larga cola de pasajeros para entrar al buque. Una espera que siempre se resolvía, en mi caso, de la siguiente manera: «te quedas tú en la cola y yo voy a por las ensaimadas». Y te dirigías a toda prisa a esa pastelería de toda la vida que olía a gloria al otro lado de la calle, salvando como podías el desnivel de la acera que curvaba hacia abajo intentando no matarte. El mostrador, curvado también como la calzada, no podía ser más sugerente. A mí siempre me recordaba a la chocolatería de debajo de casa de mi abuela en Madrid, donde hacían churros al instante que te despachaban docena en ristre en un alambre. Allí de niña miraba con los ojos como platos como moldeaban la masa de los churros y me apasionaba ver el proceso. Aquí, la puerta entreabierta de detrás del mostrador dejaba a la vista el obrador donde los mismos de siempre enroscaban serpenteando esa masa tan rica rellena de cabello de ángel.
OPINIÓN| Sonia Escribano
El dulce más amargo de Los Andenes
Eivissa26/11/15 0:00
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