Durante mi adolescencia y juventud continúe yendo a Barcelona con mi madre, y más tarde, sola, en casa de amigos. Siempre me sentí como en casa, encontraba a los catalanes amables y cercanos. En los setenta, Barcelona era la ciudad más cultural de España, la más cercana a Francia e Italia. Tenía las mejores exposiciones de pintura, la mejor música y ópera, teatro y cabarets; los mejores restaurantes, tanto de lujo como populares, y se comía estupendamente. Los escaparates brillaban con modelos al último grito, y los señores se hacían las camisas a medida.
En la década de los ochenta, Madrid empezó a despuntar en modernidad y fue todo lo que antes había sido Barcelona. Nuevos museos, auditorios, teatros, galerías, hoteles y restaurantes. Tierno Galván lanzó Madrid como la ciudad de la Movida y cambió ciento ochenta grados. Ya no era el Madrid castizo, sino el de los roqueros.
Pero Barcelona, con las Olimpiadas, dio un salto imponente recuperando el mar, limpiando los edificios de Gaudí, construyendo estadios, plazas y un nuevo urbanismo. Y se llenó de visitantes y más tarde de turistas. Hoy resulta agobiante circular por el centro y ya no se respira el ambiente cosmopolita de antes. Se oye mucho castellano y los camareros son asiáticos.
Los catalanes andan mustios, se quejan mucho y han perdido su sentido del humor, tan fresco y semejante al nuestro. Madrid no les paga lo que debe, la industria afloja y su prestigio desciende.
A todas horas discuten sobre la independencia y miran al resto con desdén. Sin embargo, sigo amando a Barcelona y Cataluña. Y me gustaría volver siempre, sin necesidad de pasaporte.
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