Los periodistas vimos que este tema podría ser noticia por su carácter polémico y lo divulgamos por todos los medios posibles. Informativos, periódicos, tertulias de radio, redes sociales y mercados se han olvidado esta semana de las elecciones y de la corrupción para hablar de lo que realmente nos importa: la OMS califica los embutidos y carnes rojas de cancerígenos.
En mi caso no solamente he seguido con interés la noticia, me he documentado y contrastado la información como debo, sino que, además, me he adherido a la campaña de adopción de aquellos jamones y chuletones que otros ya no quieren.
En un alarde de altruismo he decidido secundar la puesta en marcha de un servicio gratuito de recogida de jamones, siempre que sean al menos ibéricos, morcillas de Burgos, chorizos de la Rioja, sobradas de Ibiza y otros “residuos” como los chuletones de ternera, para ejecutar con tiento su procesamiento y destrucción con garantías, ya que en mi casa cuento con un equipo humano y perruno altamente especializado. No me importa si el jamón ya está empezado, puesto que añado amigos cortadores al pack. Les cuento esto, en tono irónico y con sorna porque digan lo que digan los señores de la Organización Mundial de la Salud, lo siento, pero han tocado hueso, ¡Con el ibérico hemos topado! Con el pata negra, el bellota, el delicioso, saludable y maravilloso producto estrella and tipical spanish no les permito que se metan. Les aseguro, incluso, ya que he hecho pruebas en mi propio cuerpo, que no será perjudicial en la vida y que es imposible que pueda provocar enfermedad alguna si está maridado con el magnífico vino de mi tierra, tomado con amor, poquito a poco y eso sí, siempre de forma saludable, con un buen aceite de Ibiza y un pan payés como Dios manda.
Hace años que me jacto de no comer comida rápida, precocinada ni manipulada. Es aquí donde les ruego que disciernan entre la diferencia de procesar un alimento y modificarlo. Envasar o salar un embutido jamás puede considerarse un procesamiento del mismo en los términos en los que emite su veredicto dicha organización, por lo que la comparación entre el paté que elabora de forma artesanal mi madre y el beicon que desayunan los británicos es insultante.
Mi desconfianza es total en cambio hacia una hamburguesa servida con su pan, mahonesa, tomate y pepinillo por tan solo 3 euros, cuando a mí solo esos 250 gramos de carne me cuestan en la carnicería unos 6 euros. En este caso incluye como mínimo 5 productos más, el trabajo de una persona que la sirve, el de otra que la cocina y el porcentaje de gastos del negocio. Este hecho sí me hace dudar de su procedencia. Sé que las grandes cadenas pueden permitirse bajar precios achuchando a sus proveedores y comprando cantidades ingentes del producto, pero a mí las cuentas no me salen, tal vez sea demasiado rubia y demasiado de letras para ello.
Del mismo modo los huevos y pollos que entran en mi casa, para no salir nunca de ella, son siempre camperos, payeses o de corral como quieran llamarlos. La comida tiene un precio, señores. Los agricultores y ganaderos, sumados a toda la cadena de distribuidores gracias a los cuáles nos llegan sus maravillosos productos directos a la nevera, merecen cobrar un precio justo por su trabajo, porque cuando la gente es recompensada trabaja con más amor y eso se nota. Si un kilo de salchichas cuesta 5 euros es obvio que asumiremos que el interior de sus tripas no será carne de primera, del mismo modo que si abonamos eso por un pollo sabremos, aunque sea de forma tácita, que la vida de ese pobre animal ha estado sucinta al hacinamiento, la sobrealimentación y la hormonación.
Nadie da duros a cuatro pesetas y en este caso las carnes procesadas, esas que tienen forma de filete pero cuyo componente principal es fécula de patata, son lo que son: algo extraño e insano, como alerta la OMS, ni más ni menos.
Como intolerante a la lactosa que soy les aseguro que soy una experta en la lectura de los ingredientes de embutidos, carnes, salsas, panes e incluso patatas fritas. Este azúcar procesado está en todas partes. Por esa causa me he acostumbrado a la dieta natural, la de toda la vida, esa que nos asegura que una sobrasada ibicenca y un buen jamón no tendrán nada más que lo de siempre, lo de toda la vida.
Tengo muy claro que seguir una vida saludable en la que la dieta mediterránea, el deporte, la protección solar y el abandono de hábitos poco saludables como el tabaquismo, nos dan más papeletas para llegar sanos y salvos a la senectud y poder así disfrutar de los viajes del IMSERSO. Pero seamos serios, señores de la OMS, mediten bien qué otros consejos nos dan y déjennos disfrutar de lo poquito que estoy segura de que no mata.
Lo siento por los vegetarianos, veganos y demás defensores a ultranza de una vida sin proteínas animales pero yo, personalmente, que no fumo, no tomo el sol sin protección ni soy usuaria de Rayos UVA, no pienso abandonar la carne cuya trazabilidad ecológica esté clara, en los dos días a la semana que me lo permite la dieta que nunca sigo. Prometo no jugar con amianto ni mercurio, seguir blandiendo mi crucifijo contra las drogas e incluso hacer un poco más de deporte (siempre que sea divertido y no implique correr ni encerrarme en un gimnasio), pero no me quiten una de las cosas que más satisfacción me reporta.
En esencia, que mi hogar acogerá gustoso todos embutidos y carnes de primera que quieran donarme. Por cierto, esta semana me ha llegado un paquete de buenos alimentos de mis padres, compuesto por lomo, chorizos, conservas y otros manjares que me comeré con mucho amor a su salud y a la mía.
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