Para los románticos era lo más preciado. Vender el alma suponía despojarse de la esencia de uno mismo y, en consecuencia, perderlo todo para renacer al borde del abismo, o para morir directamente. Goethe hizo que Fausto la negociase con Mefistófeles. Byron la entregó a diversas causas y contiendas, y finalmente se la regaló a la tristeza. Un valiente.

Hoy en día la cosa es mucho más prosaica. Podemos verter nuestra esencia en un trabajo ‘estable’ a cambio de mil euros o hipotecar la dignidad por un piso de 70 metros cuadrados. En Ibiza damos un paso más y pactamos con el mismísimo diablo una habitación por el módico precio de 600 euros al mes. Unos volverán a proclamar aquello de que «es el precio de vivir en al paraíso», olvidando que esa revisión del término ‘vivir’ es poco menos que una perversidad. Cuando alguien te exige un año de fianza para alquilarte un apartamento, cuando destinas el 70 por ciento de tu salario a pagar a tu arrendador significa que algo está fallando en el sistema.

Bojana, Luis y unos cuantos más se han levantado contra el sinsentido. De momento constituyen un pequeño grupo de indignados con miles de seguidores en facebook, pero así han empezado muchos terremotos sociales. De momento han concitado el interés de los medios de comunicación, pero estaría bien que su causa generase al menos cierta curiosidad entre los políticos.

Solo una decidida regulación de los precios vía legislativa podrá garantizar que se ponga coto el desmadre del alquiler en la isla. Aunque es cierto que eso sería intervenir en el mercado, y no sé yo si nuestros partidos estarían por la labor. Apelemos a su alma.