Eivissa ya no es la misma. Y no me estoy refiriendo a la isla que los beatniks y los hippies descubrieron hace más de cincuenta años, sino a la de hace dos semanas. Algo ha cambiado en Eivissa que me provoca la sensación de que a cada segundo que pasa deja de pertenecerme. ¿Cuál fue el primer síntoma? El pasado fin de semana vi el primer Hummer del año. Y de color amarillo. Su conductor, con sus respectivas gafas de sol, me deslumbró con las luces largas de sus faros para que le dejara pasar por el carril exterior de la carretera del aeropuerto. Sí, los temporeros han vuelto. Y están aquí para quedarse. Al menos hasta el mes de octubre.

No hay vuelta atrás. A los ibicencos que residimos en la isla durante los 365 días nos quedan pocas semanas para poder disfrutar de nuestra Eivissa como a nosotros más nos gusta. Sin atascos, sin aglomeraciones en las playas y sin tropezarnos con los clubbers que duermen de día, bailan de noche y se drogan a todas horas. Si cuando los hoteleros y políticos hablan de alargar la temporada se refieren a que tendremos que aguantar a estos personajes durante ocho meses al año, prefiero poner tierra de por medio antes que aguantar y ver cómo estos visitantes convierten nuestra isla en un gueto del turismo de borrachera y del ‘lujo’ más casposo que hay sobre la tierra.

Si fuéramos capaces de recuperar aquellas familias de turistas con tres hijos que pasaban quince días de vacaciones en nuestra isla, otro gallo nos cantaría. En cambio, buscamos los que son capaces de gastarse miles de euros en dos botellas de champagne. ¿Por qué a ellos se les cumplen los deseos? Debo estar pidiendo la luna.