Seguramente la ausencia de su madre, que falleció cuando Teresa tenía 13 años –las madres son importantísimas en la vida de la familia y en la educación de los hijos- y alguna mala compañía hicieron que Teresa perdiese el fervor religioso que había tenido hasta entonces –fruto de la educación familiar recibida- y comenzase a gustar de galas y vanidades.
La relación con una prima de costumbres ligeras enfrió su espíritu e hizo que los entretenimientos de la niñez quedasen cada vez más lejos y se cambiaran por coqueteos y conversaciones vanas. Su alto sentido del honor y las continuas advertencias de su padre impidieron que una amistad particularmente afectuosa con un primo llegase a fraguar en relaciones carnales: «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello, y olores y muchas vanidades... Hasta que traté con ella no tenía totalmente perdido el temor de Dios, aunque lo tenía mayor de la honra. Éste tuvo fuerza para no perderla del todo... Mi padre y mi hermana reprendíanme muchas veces... Era el trato con quien por vía de casamiento me parecía poder acabar bien» (Libro de la Vida, 2,2ss).
En 1530 partió hacia las Indias su hermano Hernando, huyendo de las penurias económicas que se cernían sobre la familia por los gastos excesivos. Pronto le seguirían otros hermanos. En 1531 se casa su hermana María. Con esta ocasión su padre, D. Alfonso aprovecha para internar a su hija como pupila en las Agustinas del Monasterio de Santa María de Gracia, velando para que siguiera recibiendo una buena educación cristiana. Allí había jóvenes de buena familia en un ambiente de recogimiento, en el que aprendían labores y unas rudimentarias nociones culturales. «Me llevaron a un monasterio que había en ese lugar, adonde se criaban personas semejantes... aguardaron a coyuntura que no pareciera novedad; porque haberse casado mi hermana y quedar yo sola, sin madre, no era bien» (V 2,6). Teresa tenía entonces 16 años y se declaraba «enemiguísima de ser monja». El trato afable y la piedad sincera de la Hermana María de Briceño, que era la encargada de las doncellas, conquistaron el corazón de Teresa: «Holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios... Estuve año y medio en este monasterio, harto mejorada» (V 3,1). Así volvió a su antigua vida de `piedad.
Una enfermedad de «calenturas con grandes desmayos» la obliga a retornar a la casa paterna. Será el anticipo y el anuncio de una vida marcada por la enfermedad. Una vez recuperada, visita a su tío Pedro en Hortigosa y a su hermana María en Castellanos de la Cañada. El primero era un hombre viudo, desengañado de las cosas del mundo, que ocupaba su tiempo en leer buenos libros ascéticos y le regaló las cartas de S. Jerónimo. Teresa era ya una mujer y le había llegado el tiempo de tomar decisiones sobre su futuro. No tenía muchas alternativas. O someterse a un marido o meterse monja. Ella misma reconoce que, al decidirse por la segunda opción, no lo hacía por motivos sobrenaturales muy claros: «Más me parece me movía un temor servil, que no amor» (V 3,6). Incluso al decidirse por las Carmelitas, lo hace porque allí estaba su gran amiga Juana Juárez: «Miraba yo más mis gustos y mi vanidad que lo que fuera mejor para mi alma». Pero Dios sabe escribir derecho con renglones torcidos.
Vemos pues en Teresa una juventud que corre un peligro, una ayuda contra ese peligro por parte de su padre y del centro de formación, una acogida de esa ayuda y un volver a estar Teresa como tenía que estar: viviendo la vida con dignidad y acierto. Toda una buena enseñanza para servir así a los jóvenes hoy en día, para ayudarles a vivir dignamente y a ordenar su vida de acuerdo con un futuro bueno, sano, alegre, eficaz: un futuro como corresponde.
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