Quizá paguen justos por pecadores, pero lo cierto es que la opinión que la ciudadanía está recibiendo desde el universo de la política es de lo más lamentable. Parece, desde la visión que tenemos a pie de calle, que no se salva nadie, que la corrupción se ha extendido como una tela de araña en todos los ámbitos donde se entremezclan los asuntos públicos con los privados. El último mazazo ha sido la detención del director de Carreteres de Consell Insular, Gonzalo Aguiar, en una operación en la que ya han sido arrestadas dieciocho personas y en la que se trata de dilucidar hasta dónde se extendieron las corruptelas y los delitos en las obras de desdoblamiento de la carretera de Manacor.
No es desde luego el único ni será, con toda seguridad, el último. Por desgracia, es sólo un eslabón más en la cadena de las sospechas. Naturalmente, en el caso de Aguiar y de todos los demás, debe prevalecer la presunción de inocencia, porque las pesquisas están aún en una fase inicial cuyo desarrollo posterior puede dar muchas vueltas. No obstante, la sensación general es de profundo hartazgo, de una falta de confianza absoluta en el territorio político y de un desprecio hacia la cosa pública que no puede conducir más que a la degradación de la vida democrática.
Y lo más triste es que este continuo destape de tramas de corrupción, de malversaciones y de delitos aprovechándose de la posición de tantos cargos públicos parece cebarse particularmente con nuestra Comunitat. A semejanza del territorio comanche en el que se convirtió la próspera Marbella durante décadas, nuestras Islas han escogido también la penosa senda del «todo vale» que nos convierte en el centro neurálgico de la corrupción en España.
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