a puesta de la primera piedra del parador de Dalt Vila, en el Castillo, ha sido, sin exagerar, el comienzo de la materialización de un sueño para una de las zonas más injusta y tristemente abandonadas de la ciudad. De hecho, el que un ente como Paradores Nacionales haya accedido a impulsar un establecimiento en un edificio con un futuro tambaleante e incierto es, tras la declaración de Dalt Vila como Patrimonio de la Humanidad, la mejor noticia posible para la revitalización de esta parte del casco histórico, un objetivo mil veces afrontado pero nunca plenamente conseguido, para desesperación de los vecinos de este barrio en particular y de la ciudad en general. Desde luego, fue una suerte contar con ibicencos en el ente nacional cuando se decidió, pero éstos tenían que aportar los valores que su entorno sin duda tiene.

Sin desmerecer de las demás, Dalt Vila y sus calles constituyen la imagen más sobresaliente de la isla, no tan sólo por protagonizar la postal más reconocida internacionalmente sino por ser compendio de la historia. Sus calles centenarias siempre han merecido ser transitadas con calma para ser bien disfrutadas, pero la falta de alicientes ha supuesto, en la práctica, un olvido prácticamente permanente, por más que algunas iniciativas han conseguido devolver a ellas parte de la vida. La permanencia del Ayuntamiento, la rehabilitación de algunos inmuebles, el traslado de la sede del Col·legi d'Arquitectes o la organización de una feria histórica han sido sin duda hechos importantes, pero nada como un gran hotel que aúne excelencia y recuperación del degradado recinto en lo más alto de la ciudad para conseguir el trasiego natural de gente que la devuelva a la realidad que hasta hace varias décadas tuvo.