Nadie puede escandalizarse por el hecho de que un prelado de la Iglesia católica se muestre contrario al aborto o al matrimonio entre homosexuales, son cuestiones éstas que se enfrentan a sus creencias que, en todo caso, deben ser respetadas del mismo modo que los fieles que deciden acatarlas en libertad. Por tanto, no cabe ninguna objeción al contenido de la homilía pronunciada el pasado domingo por el presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Antonio María Rouco Varela, en una multitudinaria celebración eucarística que tuvo lugar en la plaza de Colón en Madrid con motivo del Día de la Sagrada Familia.

El aspecto más llamativo de la convocatoria de Rouco se centra en las formas. No puede pasar desapercibido el detalle de que más de la mitad de los obispos españoles estimase más oportuno no estar presente en la plaza de Colón.

Respecto a convocatorias de otros años hay dos rasgos que deben destacarse: la menor afluencia de fieles y un tono menos beligerante contra el Gobierno en la homilía del arzobispo de Madrid. La celebración de esa jornada en fechas navideñas y sin ninguna cita electoral en el horizonte más próximo pueden haber influido en darle un tono menos politizado. Quienes esperaban un ataque a Zapatero han visto defraudadas sus expectativas.

La jerarquía eclesiástica española tiene todo el derecho a defender sus postulados dentro y fuera de las iglesias, pero debe asumir que hay ámbitos de responsabilidad y decisión que corresponden a los distintos poderes del Estado, un papel que parece haberse asumido con total normalidad en la mayoría de los países europeos. No tiene sentido que la Iglesia católica española plantee continuas demostraciones de fuerza ante el Gobierno, una tensión en la que no se identifican una buena parte de los fieles y ciudadanos.