La reunión que mantuvieron el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, permitió escenificar, en primer lugar, el nuevo ambiente de distensión política en el que se enmarca el inicio de la presente legislatura. El de ayer en el palacio de La Moncloa fue el primer encuentro entre ambos dirigentes que acabó con acuerdos trascendentales, referidos a la lucha contra ETA y la renovación de dos importantes organismos judiciales, el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, que habían quedado bloqueados en la pasada legislatura.

La importancia del nuevo clima de las relaciones entre el Gobierno y la oposición del Partido Popular no tendría mayor trascendencia si no fuese por el precedente de los últimos cuatro años, en los que la estrategia de los conservadores se centró en fustigar de manera inmisericorde toda la gestión gubernamental relacionada con el terrorismo y la negociación abierta con la organización terrorista ETA. El fin de la tregua y de las conversaciones ha sido, sin duda, un punto de inflexión para la reapertura del diálogo entre el Gobierno socialista y la oposición conservadora.

El punto negro del encuentro entre Zapatero y Rajoy, tal y como se había previsto, se ha centrado en la política económica. Las diferencias respecto al cómo debe afrontarse la situación son insalvables, los planteamientos son antagónicos. La gravedad de la coyuntura que atraviesa la economía española también requiere aunar criterios para, entre otras razones, infundir confianza en los mercados. Es probable, aunque haya que lamentarlo, que hasta que no se agrave, todavía más, el panorama económico del país no es razonable esperar que ambos políticos aparquen sus diferencias. Esperemos que entonces no sea demasiado tarde.