l fin de la tregua etarra ha puesto en alerta a todas las fuerzas y cuerpos de seguridad de Estado en previsión de que, tarde o temprano, la banda terrorista quiera hacerse notar. Son muchos los indicadores que apuntan hacia la peor de las previsiones: las últimas detenciones practicadas en España y en Francia ponen de manifiesto que todos los aparatos operativos de ETA han despertado del letargo y se afanan por buscar el momento y la oportunidad para atentar. Los expertos aventuran además que lo más probable es que los asesinos intenten un golpe de efecto provocando un atentado con víctimas mortales.

Ante el peor de los escenarios hay que felicitar a los profesionales que han trabajado sin descanso incluso durante la tregua, resultado de cuyas investigaciones vemos ahora importantes detenciones que sin duda harán mella en la organización terrorista.

Pero no podemos bajar la guardia. Ni un instante. Los arrestos se han producido en zonas muy lejanas unas de otras, lo que demuestra que son muchos los frentes por cubrir y, por desgracia, muchos también los «elementos» criminales que todavía andan sueltos por ahí.

Ante este panorama difícil, preocupante, como suele ser habitual en los últimos años, nuestra clase política está dando el peor de los espectáculos. Cualquier ciudadano sería capaz de ponerse de acuerdo con su vecino ante un problema de esta magnitud y ante un enemigo único y común: el terror. Ellos, no. Prefieren dedicarse al electoralismo, a la consigna pura y dura, a la retórica hiriente contra el rival político en lugar de ponerse a trabajar, sin descanso, en serio, como han hecho policías y guardias civiles, con un único y común objetivo: vencerles. Con el peso de la ley y con la fuerza de la razón. Juntos frente a ellos como ocurrió hace diez años. Qué poco duró.