Nuevamente y ya van cinco, una patera llena de inmigrantes ilegales arribó a costas de Balears ayer a primera hora de la mañana. Cuando recibimos la primera de estas «visitas» parecía que sería una excepción, pero vemos que la tendencia es otra. En esta ocasión ha sido una decena de personas de origen norteafricano, probablemente embarcadas en las cercanas costas de Argelia, que intentan la aventura europea a través de Mallorca. Es, desde luego, un drama humanitario, pero también un enorme problema si llega a generalizarse la llegada de estas embarcaciones a nuestras costas, como ya ha ocurrido en Canarias. Por ello, la Delegación del Gobierno ha previsto ya un dispositivo para poder detectar la llegada de estos barcos antes de que alcancen la costa. Una idea que servirá de poco mientras los países del sur -y el sur sigue siendo enormemente grande- continúen sobreviviendo en las condiciones en que lo hacen.

Poner puertas al mar es un absurdo y, además, casi un crimen. Porque estamos todos de acuerdo en que hay que luchar contra las mafias que engañan y manipulan a estas personas para que embarquen hacia una supuesta vida mejor, pero detrás del fenómeno de la inmigración ilegal hay mucho más. Están la desesperación, la falta absoluta de confianza en el futuro, el no ver una salida a una situación penosa y eso cuando no se producen las más brutales agresiones a los derechos humanos fundamentales (recordemos, por ejemplo, las lapidaciones).

No olvidemos que la mayor parte de los habitantes de este mundo viven bajo regímenes corruptos, dictatoriales o en países pobres. No es raro que quienes tengan arrestos y algo de dinero intenten salir adelante. Recibirlos a punta de fusil es una barbaridad. Repatriarlos, también. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer desde aquí? Acogerlos a todos sería un sinsentido.