La prudencia aconseja que todo proceso de diálogo con una banda terrorista se lleve a cabo si no con secretismo, sí con la mayor discreción posible. Las razones son obvias. El Gobierno, una institución oficial, legal, a la que respaldan millones de votos y que representa nada menos que el poder ejecutivo de una nación, se sienta cara a cara con unos tipejos cuyos únicos credenciales son saber empuñar un arma para arrebatarle la vida a otro por motivos políticos y basar la estrategia de su vida y de sus ideales en la muerte, el terror y el dolor.
Por eso sorprendió al mundo entero que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero pidiera permiso al Parlamento para iniciar «contactos» con los terroristas. Hay quien cree que es la buena fe -ingenuidad, dicen otros- del presidente la que le lleva a dar estos pasos más propios de un «buen chico» que de un estadista. De cualquier forma, el gesto gustó a la opinión pública, porque hasta el momento todos los presidentes de Gobierno habían iniciado «contactos» con ETA bajo tapadillo y, como era de temer, sin ningún resultado.
Los resultados de Zapatero vuelven a confirmar que el terrorista, lógicamente, no es de fiar. Por eso sorprende menos que ahora desde Moncloa se organicen -si creemos las informaciones publicadas estos días- encuentros secretos en ciudades europeas entre representantes del Ejecutivo y de la banda terrorista, aunque parece ser que a menor nivel, por cuanto no acuden los máximos mandamases del grupo asesino. Si de verdad se confirma la nueva etapa de diálogo con los terroristas, sólo queda esperar que se prolongue el tiempo necesario para plantear de forma firme y radical la única condición para seguir hablando, esto es, el abandono de las armas y la rendición de los asesinos. Luego, si acaso, ya se podría hablar de contrapartidas.
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