El pasado 4 de febrero un total de 369 inmigrantes asiáticos y subsaharianos fueron localizados en el barco «Marine I», que se averió en aguas internacionales cuando se dirigía a Canarias. Fue descubierto por un avión de reconocimiento español. Desde entonces, el futuro de los ilegales no ha dejado de ser incierto debido a la falta de voluntad de países como Mauritania, Guinea Bissau y Cabo Verde para solucionar el conflicto y a una compleja situación burocrática que dejará en el aire durante unos meses el futuro de los inmigrantes.

Mientras el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha asumido, finalmente, averiguar el origen de los inmigrantes que rechace la India, las relaciones entre España y los países africanos afectados por la llegada de estos ilegales sigue siendo caótica. Las autoridades mauritanas han exigido sacar el barco de su puerto con unos modos inadmisibles para un país supuestamente amigo. Mauritania ha actuado con una desconfianza rayana con la ofensa al Estado español.

Lo cierto es que todavía quedan 299 inmigrantes en Mauritania a la espera de confirmar su origen y su posterior repatriación. El peso de España en la política de inmigración y, más en concreto, con sus aliados africanos, ha quedado en entredicho, poniendo de relieve un escaso entendimiento y poca cooperación, en perjuicio de los varios centenares de ilegales de los que se desconoce, en muchos casos, hasta su procedencia. Es cierto que la situación es compleja, pero resulta sorprendente y lamentable la falta de efecto de todos los acuerdos firmados este año con países de Àfrica para ayudar a España en temas de inmigración. Los acuerdos conllevaron inversiones millonarias por parte del Gobierno español. A la hora de la verdad, cada uno ha tirado por su lado, obviando la tragedia de los inmigrantes.

Pero España no puede estar sola ante la inmigración ilegal. La Unión Europea debe darle el mayor respaldo posible en la vigilancia de las fronteras del sur y en los misiones de ayuda humanitaria.